18 de junio de 2008

La patria, Federico Jeanmaire

Llegaron mis libros... El Correo Argentino no los perdió, no se hundió el barco que cruzaba con ellos el Atlántico, sobrevivieron intactos a la aduana española: 50 kg de papel (gracias Laura por llevarme hasta ese inframundo que es el Centro Postal Internacional de Buenos Aires y ayudarme a ponerle papel madera, hilo y demás a las tres cajas). Para celebrarlo, hoy transcribo un capítulo del libro de un amigo de allá al que admiro como escritor: Federico Jeanmaire.

                                                             *

Hicimos el amor en la bañadera. Riéndonos. Jugando. Como mejor pudimos teniendo en cuenta que era la primera vez que lo hacíamos, que nuestros cuerpos no se conocían quiero decir, y teniendo en cuenta, además, las muy escasas dimensiones del sitio al que nos habían arrojado un par de extraordinarios errores en mi comprensión del inglés.

Ella repetía que nunca había gritado desde el baño y que nunca me había pedido que me desnudara y que me metiera en la bañadera, que no, que la canilla no estaba abierta, que de ninguna manera, que eso jamás se le había pasado por la cabeza, pero que le había divertido mucho verme ahí, abriendo primero la canilla y luego quitándome sin ninguna vergüenza, y en menos de tres segundos, la infinita cantidad de ropa que llevaba puesta. Y que todavía se había divertido mucho más cuando vio que yo entraba con toda naturalidad en la bañadera y enseguida ponía cara de auxilio, socorro, por favor apurate, no sé nadar o nunca nadé solo dentro de una bañadera francesa.


La amaba.


Y lo cierto es que hicimos el amor con toda la ternura que nos permitía el lugar y que después salimos del agua y, todavía mojados, nos tiramos en su cama y que, casi inmediatamente, Jolanda empezó a llorar.

Yo le acariciaba el pelo y ella lloraba. No paraba de llorar. No podía. Y su llanto incomprensible me desgarraba.

Así durante un rato bastante largo.


Justo hasta que pudo hablar.


Al principio, de manera entrecortada, dijo en voz muy baja que hacía dos años que no hacía el amor, que muchas veces, durante ese tiempo, había llegado a pensar que nunca lo iba a poder hacer otra vez, que no entendía cómo era que había pasado, que esa noche le hubiera resultado tan fácil hacerlo conmigo, en definitiva. Después, y ya sin cortes, un poco más calmada, me explicó que dos años antes de la fiesta de abajo y de mis extraordinarios errores en la comprensión del inglés, la habían violado. Una noche, cerca del pueblo donde vivía, un tipo, desde su bicicleta, la había empujado y ella había ido a parar con la suya cerca de unos árboles que había al costado del camino y que no más terminar de caer al pasto ya tenía al tipo encima de ella tomándola por el cuello, que la ahogaba, que casi no podía respirar, que incluso creyó que la quería matar, que sólo la iba a matar, aunque, al mismo tiempo, con la otra mano el tipo se las había ingeniado para bajarle el pantalón hasta las rodillas y arrancarle la bombacha de un tirón y ya la estaba penetrando. Que todo había pasado muy rápido aunque había sido eterno, pero que, sin embargo, eso no había sido lo peor, que lo peor había empezado después de que el tipo se había escapado a toda velocidad en su bicicleta, que lo peor era que en su cabeza la escena seguía pasando continuamente y que, además, tenía unas pesadillas horribles y estaba medicada y había pensado que nunca más podría volver a hacer el amor porque sentía que todo el tiempo el tipo la seguía violando.

Que nunca más podría.


Aunque al rato, claro, ya no lloraba y estábamos otra vez haciéndolo, mudados definitivamente a mi furgoneta celeste. Nos amábamos estacionados sobre la margen izquierda de la Rue de Sebastopol. Muy cerca del Centro Pompidou y más cerca, todavía, de la Rue de Saint Denis.

Entre el cielo y el infierno.


Justo ahí, nos amábamos.
*

Capítulo extraído de La patria, Federico Jeanmaire.
Seix Barral, Buenos Aires, 2006.

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