21 de agosto de 2008

Ryszard Kapuscinski

Me faltan 30 páginas para terminar Ébano, de Ryszard Kapuscinski. Lo mejor de este libro es que no hace falta comentarlo para dar fe de su calidad; alcanza con copiar algunos párrafos y deleitarse con su relectura. Como le prometí a mi ex compi de taller, Lidia, acá van algunos párrafos más (así ella se anima a comprarse de una vez por todas el libro).

Este de la página 232 dibuja, con esa precisión que sólo demuestra quien lo ha vivido, en qué consiste viajar en coche en Etiopía. No hay grandes palabras, ni frases ingeniosas, ni tesis sesudas; tan sólo hay observación, exactitud, información de primera mano:

Las cataratas de Sabeta distan de Addis-Abeba veinticinco kilómetros. Viajar en coche por Etiopía es una especie de compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo, estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o viandante surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución: cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a una mujer que lleva sobre la cabeza un peso de veinte kilos, etc. Y, sin embargo, nadie grita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo —lo más importante—, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascarlo; si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.

Y ahora copio estos otros de la página 172, que pertenecen a un viaje a una aldea cercana a Kampala (Uganda):

A la mañana siguiente me asomo a la ventana. Tengo la impresión de encontrarme en un inmenso jardín tropical. Palmeras, plátanos, tamarindos y cafetos, todo esto crece a mi alrededor; la casa está sumergida en una maraña de espesa vegetación. Hierba alta y arbustos entrecruzados campan por sus respetos de un modo tan todopoderoso y asedian tanto desde todos los rincones, que no dejan gran espacio para las personas. El patio de Godwin es pequeño, tampoco he visto ningún camino (excepto aquel por el cual habíamos venido) ni, lo que resulta aún más extraño, ninguna casa, aunque Godwin me había dicho que visitaríamos una aldea. En esta región de África, tan tupidamente cubierta de vegetación, las aldeas no se extienden a lo largo de los caminos (a menudo ni tan siquiera los hay), sino que tienen las casas diseminadas en vastos espacios, muy distantes unas de otras. Lo único que las une son unos senderos ocultos entre la eterna espesura, inescrutables para el ojo inexperto. Hay que ser habitante de la aldea para orientarse en sus trazados, direcciones y cruces.

Salgo con los niños a buscar agua, pues son ellos los encargados de tal cometido. A unos doscientos metros de la casa fluye un arroyo, cubierto de bardanas y juncos, del que apenas mana agua. En él, con mucha dificultad y no menos tiempo, los crios acaban llenando sus cubos. Luego, los transportan sobre la cabeza de tal manera que no se pierda ni una gota. Para ello, concentrados y atentos, tienen que caminar intentando mantener el equilibrio de sus menudos cuerpos infantiles.

El agua de uno de los cubos se destina a las abluciones matutinas. La gente se lava la cara de manera que no se gaste mucha cantidad. Así pues, coge del cubo un puñadito del precioso líquido que a continuación extiende por el rostro, meticulosa pero no demasiado enérgicamente, para que no se le escape a través de los dedos. La toalla no es necesaria porque desde el amanecer arde el sol y la cara se seca enseguida. Luego, cada cual arranca un trocito de la rama de un arbusto y muerde su punta hasta reducirla a pulpa. Como resultado, se obtiene un pincel de madera. Con él nos lavamos los dientes, minuciosamente y durante un rato bien largo. Hay personas que se pasan horas haciéndolo: para ellas, se trata de una ocupación, como lo es para otras masticar chicle.

Los tres párrafos son exquisitos, pero sobre el último es una joya. Kapucinski nunca olvida que, como periodista, él es un observador, una videocámara mental que emitie vía papel para el mundo: mira y cuenta, mira y cuenta, mira y... sigue contando. No se detiene a decir que el trabajo infantil debería estar penado, que los chicos deberían ir a la escuela o que alguien debería resolver el problema del agua potable en África. No. Lo único que hace es narrar cómo sale con los chicos a buscar agua o cómo la gente coge un puñadito, se la extiende por la cara e intenta que no se le escurra entre los dedos... Y por si hacía falta aclara: la toalla no es necesaria: hace tanto sol que la cara se seca enseguida... Magistral.

Qué bueno eres, Kapu.

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