23 de diciembre de 2008

Ayudar a morir, Iona Heath

Ayudar a morir ejemplifica cómo una editorial, Katz, interviene en la realidad de un país. ¿Cuál es uno de los temas candentes? La eutanasia. Pues aquí va un título ad hoc, listo para inyectar en la plaza pública nuevos argumentos a la discusión y generar pensamiento contra el sector más reaccionario de la sociedad. Terry Schiavo, Ramón Sampedro, la película Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand... En los últimos años abundan los nombres que están poniendo sobre la mesa un asunto que nos acompañará mucho tiempo, el que necesitemos para madurar como sociedad la visión frente a la muerte. De momento, y como se está viendo con la italiana Eulana Englaro, la cuestión avanza despacio.

Este libro no se centra estrictamente en la eutanasia, sino en el derecho a morir con dignidad. Es decir: está un paso antes de la burocracia legal que eso implica, y funciona como una gran reflexión sobre el sinsentido en que la ambición de la industria farmacéutica y la soberbia de la ciencia biomédica han convertido algo tan importante como morir. La autora, Iona Heath, es médico generalista, presidenta del Comité de Ética del British Journal Medice y miembro de varias asociaciones relevantes. También una lectora compulsiva, fan de John Berger y alguien que se apoya en la literatura para acompañar mejor a sus pacientes.

Por su trabajo, la doctora Heath ha comunicado la inminencia de la muerte a muchas personas, algunas de las cuales pasaban por su consulta desde hacía años. Luego —y que no suene sensacionalista, sino a constatación de un ciclo natural, por favor—, los ha visto morir. Leer a Samuel Beckett, Boris Pasternak, Italo Calvino o W.G. Sebald le ha supuesto, además de un edificante diálogo con la realidad a través de los libros, una ayuda para encontrar las palabras con que construir lo que denomina «un lenguaje de la muerte». Es decir: un idioma empático —no frío y distante como el que abunda entre los galenos—, un modo de conectar este mundo con el siguiente y acompañar hasta esa puerta a los pacientes, en definitiva, una manera de mostrar humanidad en esas consultas y hospitales donde tanto escasea.

Así, un poema de Robert Graves le sirve para concienciar al lector de que «necesitamos las palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere». Echa mano de Gadamer o Sebald para subrayar que «Los médicos necesitamos ojos para ver la humanidad y la dignidad de nuestros pacientes y para evitar apartarnos del sufrimiento y de la angustia». Si quiere hablar del contacto físico entre paciente y médico, acude a una frase de James Joyce. O cita a Saul Below cuando quiere reflejar lo impredecible de la muerte. Incluso rescata las palabras de Seamus Heaney y George Steiner en el funeral de Ted Hughes con ánimo de mostrar que «Dios se encuentra en la conquista y en el alcance del lenguaje». En fin, todo un esfuerzo heroico por demostrar que literatura y ciencia son complementarias y que «ambas tienen la capacidad de enriquecer a la otra».

Eso sí, al margen de mostrar sus vastas lecturas citando a Borges, Unamuno o Philip Larkin, la doctora pone el acento en criticar lo suyo, la medicina. De hecho, el libro está centrado en una de las una de las tesis de John Berger sobre la economía de los muertos (son doce y están recogidas al final del libro, a modo de posfacio): el capitalismo deshumanizó la experiencia de la muerte. Según Heath, resulta increíble que cada año mueran 56 millones de personas —el 5 por ciento de la población mundial— y que la sociedad occidental, empachada de materialismo y en quiebra de valores, viva de espaldas al fenómeno que da sentido a la existencia. Sostiene que, del mismo modo que existe un arte de la vida, debería existir un arte de la muerte, materia esta donde los denominados países subdesarrollados están muy por delante del Primer Mundo.

Vamos, que resulta increíble que los informes arrojen resultados como este:

Los pacientes de Kenia manifiestan el deseo de morir para verse libres del dolor, los pacientes escoceses afirman que quieren morir debido a los efectos colaterales del tratamiento médico.
Moraleja: en Europa tenemos mejores medicamentos y hospitales, pero en África cubren mejor las necesidades psicosociales, algo tan importante o más que lo otro, sobre todo cuando ya no hay nada más que hacer. Los occidentales estamos presos de la industria farmacéutica. Vivimos en la cultura donde las pastillas lo curan todo —incluidos nuestros desarreglos emocionales— y hasta soñamos con que alguna nos proporcionará la inmortalidad. Ser longevos a cualquier precio parece ser nuestro norte, y olvidamos la calidad y la intensidad con que deberíamos disfrutar los últimos zarpazos de vida. Como argumenta Heath, ahora morimos en los hospitales, rodeados de tubos y médicos, en vez de hacerlo en casa al calor de nuestros afectos. ¿Dónde está el progreso?

Esta doctora, como hacen los buenos filósofos, recuerda a sus colegas lo obvio:

1. Además de pacientes, somos personas.
2. Morir no es un «simple fracaso de la medicina y de los médicos». Morir forma parte del ciclo natural de la vida y es importante cómo se muere: en ese proceso uno elabora muchos sentimientos y dota de sentido a su existencia. Por tanto, cada cual tiene derecho a elegir cómo, cuándo y dónde hacerlo con dignidad, de manera que pueda tener una experiencia vital completa. En ese sentido, Iona Heath suscribiría de arriba abajo una película como Las invasiones bárbaras y el modo en que elige morir el protagonista, enfermo de cáncer.

El libro da para mucho más; pero no es cuestión de agotar el tema. Por mi parte, me quedo con este fragmento que firma la doctora, tan válido como todas esas citas que entresaca de escritores y pensadores. Tras estas líneas puede leerse su oficio, la experiencia del trato diario con personas que se enferman y se despiden de sus seres queridos.

Una vez que la gente vive una cantidad importante de pérdidas —a veces pérdidas de salud, a veces pérdidas de cosas más nebulosas, como la dignidad o la reputacion, pero con más frecuencia pérdidas amorosas—, morir parece hacerse más fácil. Las personas tienen más o menos capacidad de adaptación y mayores o menores reservas de amor, salud y dignidad. Para quienes empiezan con muy poco, una sola pérdida puede ser suficiente. A medida que se envejece se van sufriendo más pérdidas, sobre todo de seres queridos, y cuando la gente perdió a muchas personas que le resultaban importantes se le hace más fácil morir. La muerte de los otros abrió el camino, y en ese sentido los muertos ayudan a los vivos a morir. Tal vez cuando los muertos superan a los vivos éstos pueden acompañar a aquéllos, y tal vez sea por eso que a los jóvenes les cuesta tanto morir.
Ya lo decía el capitán Ahab desde las páginas de Moby Dick: somos pura pérdida.

Delicioso, rebosante de literatura y repleto de ideas para pensar con calma cómo quiere acceder uno a la eternidad. Ayudar a morir es un libro para quienes, en asuntos trascendentales como estos, opinan que conviene improvisar lo justo.

*

Ayudar a morir, Iona Heath.
Katz Editores, Buenos Aires 2008.

(Nota: las obras de Katz Editores se consiguen en España, México, Argentina, Colombia y Uruguay.)

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