3 de febrero de 2011

Los años del desmadre..., Tom Wolfe

Hace un par de domingos quedé con un amigo, Alejandro, para tomar unas cañas por Lavapiés. Antes me acerqué al Rastro y pasé revista a los puestos de libros que tengo fichados. Esta vez, uno de mis favoritos —uno que vende pelis porno y libros en tapa dura a 3 €— no ofrecía gran cosa; así que inspeccioné con más ahínco el resto de paradas técnicas que suelo hacer en la plaza del Campillo del Mundo Nuevo.

Así, encontré un puesto que vendía a 5 € libros nuevecitos de editoriales como Melusina, Península y alguna otra similar. El destino de muchos libros enviados a los medios de comunicación es terminar en una mesa de saldos dominguera para que alguien como yo se los lleve a casa 2 o 3 veces más baratos que en una librería. Quiero decir: cada cual tenemos nuestro lugar en la cadena trófica del ecosistema literario.

Bien, decía, inspeccionando ese puesto encontré también 2 libros de Tom Wolfe, ambos de aquellas primeras ediciones que lanzó Anagrama en sus inicios (o eso creo yo, vamos): Los años del desmadre. Crónicas de los 70 y La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop. Y, como tengo el sí fácil, me gusta esa clase de periodismo y juraría que Herralde no los reeditará, me los compré por 6 € cada uno. Ni siquiera intenté regatear el precio: además de que me encantaron las portadas, Anagrama ha reeditado ahora en formato 2 x 1 ¿Quién tema a la Bauhaus feroz? y La palabra pintada, y pide 18 eurazos por el libro. Quiero decir: no era mal trato.

Ya casi he terminado el de los años del desmadre y, cómo no, me ha resultado desternillante. Tom Wolfe es una especie Mourinho literario: es incorrecto a tiempo completo, como si lo de ser sublime sin interrupción tuviera que ver con dispersar al enemigo a manguerazos de cinismo. Y, como la estrella del flamante capitalismo florentino, da a entender siempre que el problema es de los políticamente correctos, de ese hatajo de hipócritas que nunca dicen lo que piensan y cuyo objetivo es llevarse bien con todo el mundo para medrar. Analogías futbolísticas aparte, leer otra vez a Wolfe me hizo fijar otra idea: Martín Caparrós es el Tom Wolfe en español. Hace poco terminé Contra el cambio y su voz narrativa desprende la misma socarronería que el virginiano en los años 70.

Eso sí, a Caparrós todavía no le he leído describir las hemorroides de una alta ejecutiva preocupada en extremo por su belleza... Sin embargo, como Wolfe carece de límites cuando escribe, puede llegar a cotas inalcanzables para otros:
Los ataques comenzaban siempre con la sensación de que un cacahuete se le había quedado atrapado en el esfínter. Eso significaba que una porción de vena varicosa inflamada se había abierto paso por el intestino y amenazaba de hecho con salir por el ano.
Y, en esa misma crónica, «La década del yo y el tercer gran despertar», agrega:
¡La hemorroides! Ese cacahuete siniestro...
Desopilante. Hasta comiendo pistachos y dátiles me parto de risa recordándolo (eso sí, los mastico mejor antes, no vaya a ser que...).

En fin, hay que ver de qué cosas escribo. El caso es que yo había empezado esta entrada para el blog porque hubo un pasaje menos escatológico que también me hizo tilín en la perola. Va sobre religión.

Desde hace años no paro de darle vueltas a este léxico que usan las corporaciones: visión, metas, objetivos, valores, cultura... Sobre todo a lo de la visión. Ese «I have a dream», a lo Martin Luther King pero en versión capitalista. Tras leer el siguiente pasaje de Wolfe, me quedó claro que el concepto no procedía de gurú alguno, sino que deviene de la religión.

Sí, lo sé, soy un ingenuo porque el Vaticano es un perfecto sincretismo entre religión y economía... Pero, bueno, uno tiene sus limitaciones, qué va a ser. El pasaje en cuestión dice así:

Esta noción [orgasmo] cuenta hasta con su genealogía. Numerosas sectas, tales como los Shakti zurdos, o los onanistas gnósticos, han interpretado el orgasmo como el kairós, el momento mágico, el éxtasis divino. Hay pruebas de que los primitivos movimientos mormones y oneidas les imitaron. En realidad, el concepto de un cierto éxtasis divino está presente en la historia de las religiones a lo largo de los últimos 2500 años. Como Max Weber y Joachim Wach han explicado con detalle, todas las principales religiones modernas, sin contar una legión de otras menores ya desaparecidas, no se originaron a partir de una teología, ni de un sistema de valores, ni de una meta social, ni siquiera de una vaga esperanza de vida eterna. Al contrario, todas se originaron a partir de un pequeño círculo de individuos que compartieron algún éxtasis o acceso avasallador, una «visión», un «trance», una alucinación; resumiendo, un auténtico hecho neurológico, una dramática mutación del metabolismo, algo que aparentemente ha iluminado el entero sistema nervioso central. […] Los orígenes del cristianismo están repletos de «visiones».
Pues eso: dramáticas mutaciones del metabolismo me dan a mí cada vez que escucho a los bancos quejarse de nuestros salarios y, a la vez, comunicarnos sus beneficios... Pero a lo que iba: me pareció revelador (nunca mejor dicho) constatar una vez más que las multinacionales usan un léxico religioso de manera encubierta. Se ve que, cuando los departamentos de marketing se sientan a identificar necesidades, también piensan en las espirituales.


Los años del desmadre. Crónicas de los 70, Tom Wolfe
Editorial Anagrama, 1979
Traducción de José Luis Guarner

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