12 de enero de 2014

España invertebrada, Ortega y Gasset

Para llevarse bien con Ortega y Gasset mientras lees España invertebrada, yo diría que hacen falta 3 cosas:

01 | Soslayar su tufillo machistoide y sustituir todas sus referencias a hombre por persona. Y no es una mera cuestión gramatical, en serio; sencillamente es que hay momentos en que Ortega, más que un hijo de las convenciones sociales de su tiempo, parece un convencido de sus privilegios como varón. Basta leer la última página del ensayo. Allí, antes de concluir que «hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español», nos deja claro lo siguiente a sus lectores:
(...) Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando el contenido espiritual del alma española, hasta el punto de que nuestra vida entera parece hecha a la medida de las cabezas de señoras burguesas, y cuanto trascienda de tan angosta órbita toma un aire revolucionario, aventurado y grotesco.

Yo espero que en este punto se comporten las nuevas generaciones con la mayor intransigencia. Urge remontar la tonalidad ambiente de las conversaciones, del trato social y de las costumbres hasta un grado incompatible con las señoras burguesas.
A ver, no es que a mí me caigan particularmente bien las señoras burguesas; sin embargo, me llama la atención que las dos únicas referencias a las mujeres en todo el libro sean esta y otra donde Ortega habla sobre el refinamiento y los modales femeninos. Es decir: Ortega no asocia nunca la palabra mujer a la inteligencia, a lo intelectual o a la capacidad de transformar la sociedad. La única palabra que conoce Ortega es hombre.


Y, ojo, tampoco es que yo quiera hilar fino; al contrario: lo que cuento debería saltarle a la vista a cualquiera. Sin ir más lejos, en la pág. 72, cuando Ortega explica que el drama de España se debe a la ausencia de inteligencias excelsas que sirvan de ejemplo a seguir al resto del país, su enumeración es pura testosterona: Bismarck, Cavour, Victor Hugo, Dostoievsky, Faraday o Pasteur... ¿Qué le habría costado a él, que tanto le gustaba dárselas de internacional, incluir a Marie Curie, doble Premio Nobel, uno en Física en 1903 y otro en Química en 1911?

Nada, ¿verdad?

Pero es que no para ahí la cosa. En la página siguiente, cuando compara la inteligencia de la generación anterior con la suya, la del 98, tampoco hay mujer alguna: Echegaray vs. Rey Pastor, Ruiz Zorrilla vs. Lerroux, Sagasta vs. Romanones, Menéndez Pelayo vs. Menéndez Pidal, Valera vs. Ayala... Quizá fue un olvido, quién sabe; pero el libro es de 1921 y lo reeditó 4 veces, la última en 1934. En fin, que no sale muy bien parado Ortega.

Es curioso: empecé leyendo este ensayo porque me interesaba lo que cuenta sobre el origen de la nación española, el asunto de los separatismos o la aristofobia patria. Sin embargo, cuando lo he terminado y, contra todo pronóstico, mi primera reflexión es sobre el machismo que late en sus páginas. A lo mejor es que el nacionalismo, sea español, vasco o catalán, es una cosa muy de machos.

02 | Hay que entender bien qué es un hombre (o una mujer) masa. Con masa, Ortega no se refiere a los pobres o a los obreros, sino a cualquier idiota, pertenezca a la clase social que pertenezca. Por tanto, hay hombres y mujeres masa en la aristocracia, en la burguesía o en el proletariado. En todas partes. El dinero o el patrimonio —pese a los privilegios culturales inherentes que conllevan— no garantizan saber usar las neuronas. Ortega lo dice así (pág. 88, en el capítulo «Ejemplaridad y docilidad»):
Un tosca sociología, nacida por generación espontánea y que desde hace mucho tiempo domina las opiniones circulantes, tergiversa esos conceptos de masa y minoría selecta, entendiendo por aquella el conjunto de las clases económicamente inferiores, la plebe, y por esta las clases más elevadas socialmente. Mientras no corrijamos este quid pro quo no adelantaremos un paso en la inteligencia de lo social.

En toda clase, en todo grupo que no padezca graves anomalías, existe siempre una masa vulgar y una minoría sobresaliente. Claro es que, dentro de una sociedad saludable, las clases superiores, si lo son verdaderamente, contarán con una minoría más nutrida y más selecta que las clases inferiores. Pero esto no quiere decir que falte en aquellas la masa. Precisamente, lo que acarrea la decadencia social es que las clases próceres han degenerado y se han convertido en masa vulgar.
El lector podrá estar más o menos de acuerdo con los conceptos orteguianos de ejemplaridad - docilidad, minoría dirigente - masa, sociedad saludable, etc. Ahora bien, don José, como suele hacer, explica su punto de vista con claridad, nitidez y palabras sencillas. Lo dicho: hay tontos ricos y tontos pobres.

03 | El egregio punto de vista de quien escribe. España invertebrada está escrita desde la perspectiva de quien se considera a sí mismo un individuo que integra una minoría selecta y que, según su propia filosofía, debe dirigir a la sociedad en su camino hacia el progreso. De ahí que a veces su tono sea algo petulante. Conviene recordar que don  José fue candidato a presidente de la Segunda República, en 1931. Según cuenta Andrés Trapiello y figura en esta web, nuestro egregio pensador sacó solo 1 voto, al igual que Unamuno, y ambos perdieron con Alcalá-Zamora, quien obtuvo 362 votos. Quiero decir: Ortega se pensaba a sí mismo como parte de la élite española que debía encauzar y desaborregar a las masas (de toda clase social). Y escribía desde ahí.

                                                                                *

Contextualizado así el ensayo, España invertebrada me ha parecido una lectura deliciosa y jugosa. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien leyendo no-ficción. En primer lugar, porque Ortega escribe muy bien, de manera fiel a esa máxima suya que usa la RAE para explicar el empleo del dos puntos: «La claridad es la cortesía del filósofo». Desconozco cuánto han calado otros conceptos orteguianos en la universidad española; ahora bien, este de la claridad expositiva puedo dar testimonio de que muy poco. Por desgracia, en nuestras cátedras sigue en alza la oración kilométrica, el párrafo interminable o la palabrería larga con sabor a chascarrillo académico, y todo ello sazonado además por un notable desconocimiento de la puntuación. Más de una vez me he topado con personas que incluso sostienen un pensamiento absurdo: la prosa universitaria debe ser oscura, barroca y a ser posible ininteligible. Se nota que no han leído a Ortega; con él da gusto leer y debatir.

Y en segundo lugar, he disfrutado del libro porque su contenido es de lo más oportuno para pensar sobre el momento político que vivimos en España. Al amparo de las reflexiones de Ortega sobre el nacimiento de la nación española, resulta interesante comparar si han cambiado mucho o poco las cosas entre 1921 y 2013 en el asunto del separatismo catalán o vasco. El ensayo está repleto de párrafos que valdría la pena extractar, pero este largo fragmento (págs. 49, 50 y 51) diría que sintetiza una parte importante de cómo veía el problema Ortega en aquel entonces. Como suele decirse, llama la atención su vigencia:

(...) El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y el bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues?

Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede afirmarse siempre que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España.

Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho.

Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas incitantes, se pone al servicio de altas ideas jurídicas, morales, religiosas; dibuja un sugestivo plan de orden social; impone la norma de que todo hombre mejor debe ser preferido a su inferior, el activo al inerte, el agudo al torpe, el noble al vil. Todas estas aspiraciones, normas, hábitos, ideas se mantienen durante algún tiempo vivaces. Las gentes alientan influidas eficazmente por ellas, creen en ellas, las respetan o las temen. Pero si nos asomamos a la España de Felipe III advertimos una terrible mudanza.

A primera vista nada ha cambiado, pero todo se ha vuelto de cartón y suena a falso. Las palabras vivaces de antaño siguen repitiéndose, pero ya no influyen en los corazones: las ideas incitantes se han tornado tópicos. No se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico, ni en lo moral. Toda la actividad que resta se emplea precisamente «en no hacer nada nuevo», en conservar el pasado —instituciones y dogmas—, en sofocar toda iniciación, todo fermento innovador. Castilla se transforma en lo más opuesto a sí misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que en ellas pasa.

Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando esta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia.

Analícense las fuerzas diversas que actuaban en la política española durante todas esas centurias, y se advertirá claramente su atroz particularismo. Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho lo contrario: Monarquía e Iglesia se han obstinado en adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales, han fomentado generación tras generación, una selección inversa en la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría la increíble y continuada perversión de las valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables.

Ahora bien: el error habitual inveterado, en la elección de las personas, la preferencia reiterada de lo ruin a los selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más capaces de ejecutarlo.

En vez de renovar periódicamente el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados.

¿Es extraño que, al cabo del tiempo, la mayor parte de los españoles, y desde luego la mejor, se pregunte: para qué vivimos juntos? Porque vivir es algo que se hace hacia adelante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro. No basta, pues, para vivir, la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir. Por eso decía Renan que una nación es un plebiscito cotidiano. En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo. ¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más para que él se dé el gusto de existir. Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo... Hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...

En 2014 Ortega sería tachado de antipatriota. ¿Qué es eso de que una nación es un plebiscito cotidiano? Y peor aún: ¿por qué preguntarse para qué vivimos juntos? Este fragmento me hizo pensar en un argumento que le escuché hace muy poco a Oriol Junqueras, el hábil presidente de Esquerra Republicana de Catalunya. En la SER, con Pepa Bueno, dijo algo así como que España, en vez de amenazar tanto, debería intentar seducir a Cataluña, esto es, presentar un proyecto que ilusione al pueblo catalán y que le haga querer quedarse en España. Hasta ese día, nunca había escuchado plantear así el conflicto; nunca había escuchado, como en una relación de pareja al uso, pedir razones para seguir juntos.

Descontada la parte tramposa del argumento de Junqueras —en Cataluña los recortes son de aúpa— y descontado también lo que hay de interés financiero en el planteamiento, el argumento es orteguiano. Y muy bueno. Y hasta donde sé —que no es mucho—, juraría que nadie lo ha rebatido; en España carecemos de algo similar al better together que ha elaborado el Gobierno inglés para seducir a los escoceses. Se ve que aquí, con la gloria de la Roja y amenazar al Barcelona con relegarlo a una liga catalana, basta.

Y, honestamente, me encantaría que los políticos dejasen de argumentar con la Constitución, la Guardia Civil o toda clase de plagas bíblicas y que nos explicasen a todo el mundo por qué debemos convivir castellanos, navarros, vascos, andaluces, catalanes y demás tropa. ¿Por qué? ¿Para qué? O, como diría Ortega, ¿cuáles son esas grandes gestas para las cuales necesitamos unir fuerzas y convivir?

¿Para compartir celebrities del corazón? ¿Por el Mundial de este año? ¿Eso nomás?

Es que, bien mirado, diría que España, tal y como la tenemos montada ahora, tiene poco futuro que ofrecer:
En serio, ¿cuál es nuestro proyecto de vida juntos? ¿Chus Lampreave, Gasol y Chiquito de la Calzada promocionando la españolidad a través del embutido?

Ay, mare meua, quin país.

*

PD. Si alguien no ha tenido bastante con este empacho de Ortega, también puede leerse la reseña que escribí sobre la biografía, El maestro en el erial, que Gregorio Morán le dedicó. 

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