29 de julio de 2014

Jamás el fuego nunca, Diamela Eltit

Esta novela narra el ocaso de dos personas que en otro tiempo creyeron poder cambiar el mundo a través de sus ideas políticas y la acción colectiva. Ambos, de hecho, parecían tenerlo todo en común: la célula en que militaban, el enemigo al que combatían, las consignas que proferían... Eran tan afines que incluso fueron más allá y construyeron una relación de pareja.

Sin embargo, 20 o 30 años después, muerto el fantasma de la dictadura y vivo el del capitalismo salvaje, esa otrora enamorada pareja atraviesa un proceso radical de descomposición. Tanto es así que ambos se han perdido el respeto mutuo, han renunciado al compromiso político y, más que vivir, agonizan, se entregan a su agotamiento existencial. Quienes antes pelearon por una utopía son hoy dos seres humanos derrotados... Pero no —o no solo— por la Historia o por el Enemigo, sino por sí mismos, por sus limitaciones afectivas.

Particularmente, Jamás el fuego nunca (Periférica, 2012) me plantea la pregunta de si el compromiso político de los 70 se centró demasiado en lo que está fuera de uno, en la pelea cuerpo a cuerpo, y acaso olvidó preocuparse más y mejor de lo personal, ese ámbito donde el cuerpo a cuerpo toma otro significado. Por decirlo en términos de la novela, me pregunto si los militantes duros, como Lucho, se equivocaron precisamente en eso, en su ortodoxia, en su dureza:
Lucho, que se impacientaba pero ocultaba su impaciencia ante algún comentario que resultara ajeno a la reunión. Nada, nada externo. Porque así era él. No aceptaba rumores ni menos una alusión a lo que podría ser considerado como personal. Odiaba eso, eso lo odiaba, se negaba a las preguntas, jamás emitía una opinión ajena a los temas de la célula. Lucho no se reía ni preguntaba y evadía cualquier personalización. Era así.
El contraste estridente entre esos pasajes y el tono con que la voz —un yo intimista, exhaustivo y dado a la confidencia— narra su historia me hace pensar en esa posible lectura. De hecho, la narradora nos hace saber que, mucho de lo que nos está diciendo sería tildado de «reflexiones indebidas» que bordean «el peor sentimentalismo humano» por compañeros como Lucho. Quizá incluso por otros como Ximena, quien ejecutaba su labor militante «despojada de emociones, entregada a su tarea política». 

Aun a riesgo de patinar, diría que el texto gira alrededor de ese hecho estético y político: una antigua militante interpreta desde la subjetividad su práctica política. Una práctica que, además de forjar su identidad, acabó mezclándose con otras dos: la derivada de construir una relación de pareja y la de afrontar la maternidad. Por desgracia, lejos de conseguir que esas tres prácticas se realimentasen entre sí —y generaran un círculo virtuoso—, su pareja y ella lograron lo contrario: poner en marcha un preciso dispositivo de autodestrucción. Así, el cáncer —el comportamiento tumoral de cualesquiera células, sean políticas o biológicas— atraviesa como metáfora el texto de principio a fin y emerge como la imagen que ilustra los desencantados tiempos que corren. De ahí que esta recomendable novela huela a frustración, a enfermedad, a una suerte de fracaso generacional del cual quienes venimos detrás deberíamos tomar nota y sacar nuestras conclusiones.

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PD. En un principio, solo iba a escribir un par de líneas y transcribir un pasaje de la novela... Pero, como suele pasarme, al final me he liado. Más abajo está el fragmento.

PD. Enlazo una pieza de teatro que montaron en Chile a propósito de esta novela y una entrevista donde la autora cuenta, a grandes rasgos, su punto de vista sobre qué literatura le interesa, desde dónde escribe o cómo funciona el mercado latinoamericano (parte 1, parte 2).

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Era necesario, absolutamente.

Absolutamente necesario descabezarte porque tus ideas no, no, no significaban más que una mera burocracia en medio de una situación que parecía inconmovible. Nos habíamos convertido en una célula sin destino, perdidos, desconectados, conducidos laxamente por un conjunto de palabras selectas y convincentes pero despojadas de realidad. Sé que ese día significó una tragedia para tus cómodas expectativas, pero no podía o no debía ser de otra manera. Tú ya no eras. Te habías convertido en la pieza más útil para consolidar una catástrofe. No me perdonas, te digo en medio de la noche, te lo he repetido en algunas de las noches más desesperantes, no me perdonas, ¿verdad? Hasta cuándo, me contestas, déjame dormir.

Sí, esa noche precisa marcó el rumbo de lo que iba a ser nuestra propia vida, la de los dos. La vida exacta después de que nos desprendimos de esa célula. Pero a pesar de que el tiempo no cesa de transcurrir, nunca, vivimos como militantes, austeros, concentrados en nuestros principios. Pensamos como militantes. Estamos convencidos de que nuestra ética es la única pertinente. Lo sabemos, lo constatamos a cada instante. Entendemos que no nos podemos dejar avasallar por sentimientos comunes, sabemos que la historia terminará por darnos la razón. No necesitamos de ninguna confirmación, ni siquiera discutirlo en el interior de la célula en la que nos hemos convertido. Somos una célula, una sola célula clandestina enclaustrada en la pieza, con una salida controlada y cuidadosa a la cocina o al baño. Tú sigues a la cabeza, tú diriges. Yo procuro obedecer. Me esfuerzo por alcanzar la lealtad plena. Lo hago convencida de que tu liderazgo ahora sí es profundo y certero. Pudiste pulir tu liderazgo luego de medir con rigurosidad el uso de cada una de tus palabras. Dejaste de lado los términos ampulosos. Cuándo lo hiciste, en qué minuto abandonaste esas palabras pretenciosas, ¿cuándo fue?

Diríamos al unísono, estoy segura, que ocurrió después de que ese caudal incontrolable de palabras entró en estado de sosiego, cuando se desencadenó ese momento profundamente celular, ínfimo. El silencio, el tuyo, un silencio larvario que espera, que espera, que se entrega fielmente al tiempo, porque ahora somos cuerpos palabras, cuerpos, sí, palabras. Podríamos claudicar, pero no queremos o no sabemos ya cómo claudicar, cómo hacerlo, a quién rendirnos o qué rendir de nosotros, a quiénes entregar nuestro arsenal de experiencias y de prácticas largamente cultivadas. Cuál sería el castigo o el premio que nos correspondería por nuestras acciones. No sabemos ya cómo claudicar.

Francamente no lo sé. Tú tampoco.

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