27 de mayo de 2008

El libro del mal amor, Fernando Iwasaki

Además de divertirme un montón con él, Fernando Iwasaki me parece un escritor técnicamente bueno. Él no es de armar grandes estructuras dramáticas para novelas a la rusa, sino más bien pequeños relatos donde cada párrafo está cincelado con un cuidado extremo. Como él contaba en un ensayo, lo suyo es, sobre todo, el placer del texto por el texto mismo. Y eso es lo que hay buscar cuando se lo lee.

De ahí que sus libros sean sinónimo de una prosa trabajada con cariño de orfebre. Por eso, al leerla, siento algo cercano a aquello que afirmaba el escritor argentino Juan José Saer de que la prosa debe sostenerse por sí misma, sin importar tanto qué cuenta (aunque sí que importe, y mucho, al menos en mi caso). También me gusta leer a Iwasaki porque incurre en eso que la secta carveriana denomina peyorativamente pirotecnica verbal, lo barroco —a lo Cabrera Infante o Alfredo Bryce Echenique—, y le sale bien, muy bien. Siempre sabe quedarse un paso antes de aburrir al lector, de saturar la página con las florituras, de volverse previsible.

El Libro del mal amor, además de hacerme reír, me ha ayudado con frecuencia en los talleres a explicar el arte de enlazar párrafos. Iwasaki, fiel a la filosofía cervantina de no desperdiciar una sola línea de texto, jamás malgasta ese intersticio que separa dos párrafos contiguos. He aquí un ejemplo estupendo procedente de su relato «Alejandra»:

Sin embargo, en 1980 se estrenó en Lima uno de esos musicales discotequeros que hizo felices a muchas parejas y riquísimos a unos cuantos traumatólogos: Roller Boogie. Travolta y los Bee Gees habían pasado a mejor vida y una legión de salicias chicas y nemorosos muchachos patinaban a toda velocidad al son de las canciones de Supertramp. Como el argumento era el de siempre, las consecuencias fueron las mismas: la fiebre de los patines reemplazó a la fiebre del sábado noche. Y quien no patina no ligaba.

En realidad jamás creí que las cosas me fueran a ir sobre ruedas, pero más tarde o más temprano confiaba llegar a patinar con una mínima soltura, siquiera la necesaria para escribir una página decente de mi ridículum vitae amoroso. Llevaba un par de meses sin enamorarme y tenía que estar vigilante, como los boxeadores que prefieren perder por puntos para evitar el knock out.

¿No resulta elegante e ingenioso ese salto con patines desde la fiebre del sábado noche y el ligoteo a las cosas que van sobre ruedas? El desplazamiento de un concepto al otro es perfecto y establece un puente, un enlazado veloz y dinámico, entre párrafos, algo que hace que el texto gane fluidez en la lectura. Eso sí, los riesgos de la maniobra —por seguir con la analogía de los patines— son evidentes: si no se hace bien, el texto se cae. Esa quizá sea una de las claves —y uno de los encantos— de la prosa de Iwasaki: siempre sale bien parado en estos trances.

                                                                                    *


P.D.: rescato una entrevista y una reseña sobre Inquisiciones peruanas que publicamos en su día en Teína con Fernando Iwasaki. 


P.D.: más adelante, publiqué esta reseña sobre España, aparta de mí esos premios (Páginas de Espuma, 2009).

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