9 de junio de 2008

Almudena Grandes

Donde ayer dije digo ahora digo Diego. Abandoné esta mañana Atlas de geografía humana en la página 156, al poco de echarse a andar el tranvía que une El Campello con Alicante. Anoche, mientras disputaba el tercer round con el libro, entreví que eso de que iba a llevármelo a la cama el resto de las noches fue una concesión algo precipitada. En fin, ahí está otro de mis rasgos como lector: me entusiasmo con los libros cuando los empiezo.

Pero también me desentusiasmo cuando pasan las páginas y veo que mis expectativas se quedan en eso: en expectativas. Hasta la página 87 venía bastante bien con Grandes. Por un lado, el tema —relaciones personales con trasfondo de mundillo editorial y muchas voces femeninas— me encantaba, y por el otro disfrutaba de una lectura fluida gracias a esa prosa coloquial y con toques de humor que tiene ella. Sin embargo, allá por la 117, el séptimo capítulo me pareció tan flojo que comencé a saltarme páginas. Y esa es mala señal, muy mala, al menos en mi hábito como lector.

De repente me encontré con que Grandes alterna secciones donde predomina ese estilo llano, directo y visual, que tanto me había gustado en el arranque del libro, con secciones donde se deja llevar por una verborragia descomunal. Y cuando digo verborragia, me refiero a que cuando se pone a subordinar no hay quien la pare; te descuidas y te chuta un párrafo donde la oración más corta tiene 50 palabras. Oraciones del tenor de esta de la página 145:

El eco atropellado, pero vivísimo, de las palabras que escapaban con urgencia de los labios de mi madre para perseguirse en el aire a toda prisa, penetró en mis oídos como el tibio recuerdo de una canción de cuna, un santo y seña torpemente imprevisto, la clave más transparente de mi memoria, y mientras me dejaba mecer en el ritmo torrencial de aquella voz, llegué a alegrarme de corazón por tenerle a mi lado, en la cocina.

O estas dos de la página 151:

Ahora creo que no era exactamente amor, supongo que no era amor, aunque bordeara sus límites con tanto arrojo, pero yo no conocía otra palabra para nombrarlo, para designar esa sed perpetua, las vueltas del veleidoso nudo que cerraba de golpe mis pulmones al aire, la inexplicable percepción de mi propia piel como una funda ajena o al contrario, una hipersensibilidad repentina que se activaba sin previo aviso para que el roce más leve me fulminara de dolor, signos de los días más intensos y más estériles al mismo tiempo, noches habitadas por fantasmas esquivos, insolentes, horas angustiosas de insomnio y de vigilia... Quizá no era exactamente amor, pero fue mucho más que un capricho, más que una novedad cegadora, aunque nunca una novedad ha llegado después a cegarme tanto, e infinitamente más que un ataque de ansiedad.

Y, claro, no se trata de ejemplos aislados; sino que el libro hilvana sin parar este tipo de oraciones abstractas, innecesariamente largas, entre efectistas y ampulosas, y de contenido más terapéutico que narrativo. Y entonces, como lector, naufrago porque lo que a mí realmente me enganchaba empezó a quedar muy disperso.

A saber, comparemos las oraciones anteriores con estas:

El aeróbic no pudo hacer nada por ella, aunque sí equilibró ligeramente los volúmenes de mi cuerpo, que ya en la adolescencia me demostró que prefería crecer de cintura para abajo y desentenderse para siempre de un torso perpetuamente infantil. Sin embargo, cuando comprendí que ni monitores ni aparatos lograrían jamás que la mitad de la masa de mi culo brotara sobre mi pecho bajo la forma de dos tetas indudables —ni siquiera grandes, simplemente tetas—, sucumbí a una rendición sin condiciones.

La noche y el día, vamos. Esta segunda es una prosa concreta, visual, con sustantivos comunes bien elegidos... Da gusto deslizarse por ella.

Sin embargo, las que predominan son estas otras, las epatantes, como esta de la página 146:

Los jueves, Félix no tenía clase hasta las cuatro de la tarde, y mi hermana pequeña, Paula, la única que venía conmigo al instituto, entraba una hora antes que yo, así que nadie me echó de menos aquella tramposa mañana de primavera, el sol desnudo y alto, pero incapaz de desbaratar los cuchillos de hielo que el viento lanzaba a traición desde las espaldas de todas las esquinas, como un anticipo de la paradoja inmediata, definitiva, la sorpresa que me paralizó un instante al borde del destino que yo misma me había asignado, el asombro congeló mis ojos ante el escenario de los verdaderos resultados.

Demasiado caramelo desde el 'así que'. Mucha pirotecnia. Exceso de palabras. Con razón, las cuatro voces femeninas --Marisa, Rosa, Ana y Fran-- que narran la historia resultan monocordes e intercambiables entre sí, y hacia la página 156 uno no tiene claro de qué va el libro... El argumento resulta confuso, hacia dónde quiere ir la autora también. Pero es lógico: hay demasiado ruido acumulado en los párrafos, demasiado arabesco que resta más que sumar. Y por si fuera poco se casca unas analepsis de aquí te espero. En fin, hasta aquí llegué yo. Hoy, libro nuevo.

PD: Ahora me da miedo encontrarme a tomar unas cañas con Almudena Grandes; diría que no me dejaría meter baza. Eso sí, sigo opinando que debe de ser una tía divertida: la elección y cómo narra algunas escenas del libro así lo demuestran (la de la adolescente que se escribe chuletas en las piernas y termina calentándose con profesor, está muy bien, por ejemplo).



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