26 de octubre de 2009

Jesús López Pacheco


Sigo rescatado algunos de los contenidos de lo que iba a ser el n.º 21 de Teína. Aquí va la portada que había pensado para la sección Literatura. Es un fragmento que releí un par de veces mientras estaba inmerso en la lectura de Cultivos, de Julián Rodríguez. Se trata de un pasaje donde el autor cita una reflexión de Jesús López Pacheco sobre el malentendido de eso que se llama y se llamó "literatura de compromiso social".

Además del contenido, me gustó el juego de espejos temporales que plantea el pasaje. También conocer a un autor del que no había oído hablar... Lo cual, a su vez, me hizo pensar aún más sobre la tesis que defiende López Pacheco, mi comportamiento como lector y el funcionamiento del mundo editorial.

PD 01: La ilustración la había preparado para la ocasión Collaterages.

PD 02: En el libro, este fragmento figura como un párrafo único. Le pedí permiso en su día a Julián para disponerlo de otro modo (con nota a pie de página incluida) y facilitar la lectura en pantalla. Gracias, Julián. Y también gracias a María Casas, que me pasó el fragmento desde Mondadori y me evitó el trabajo de amanuense.


EL REALISMO COMO VÍA DE CONOCIMIENTO TOTAL


Jesús López Pacheco
revisado por Julián Rodríguez


Literatura y compromiso: he ahí un binomio polémico donde los haya. En su libro
Cultivos (Mondadori, 2008), Julián Rodríguez —quien ha escrito a menudo sobre la obra de algunos autores del 50— cita la lúcida reflexión con que Jesús López Pacheco prologara en 1982 la reedición de Central eléctrica. Con esa novela, este autor exiliado en Canadá fue finalista del premio Nadal en 1958.


[...] El octavo y noveno folios son fotocopias de un texto de López Pacheco titulado «Sobre la eficacia de la literatura social y el malentendido del arte comprometido», que el autor escribió, bajo el título «Cuatro notas a manera de epílogo», para la reedición en 1982 de Central eléctrica:

«Un típico latiguillo de algunos critibas*, del que se hace eco más de un buen crítico, consiste en decir que la novela social llegó a ser inútil cuando los temas que trataba empezaron a ser aireados por la prensa y por los libros de sociología. Por este mismo argumento, en todos los países donde la prensa sensacionalista airee y hasta huracanee las crónicas de sucesos y donde se publiquen estudios de criminología, se hacen inútiles las novelas policíacas, de crónica negra y de aventuras; donde se publiquen revistas eróticas y, por ejemplo, los libros de Freud y de Reich, sobran las novelas amorosas y eróticas; y donde se publiquen las obras de los grandes psicólogos, sobran las novelas basadas en la creación de caracteres complejos; y donde se publiquen las obras de Aristóteles, Espinoza, Kant, Hegel y Heidegger, están de más las llamadas novelas metafísicas; y donde proliferen la ciencia y su divulgación deben desaparecer los cuentos y relatos de ciencia ficción; etcétera.

Suele ocurrir, sin embargo, precisamente lo contrario, y no sería difícil descubrir por qué y a quién conviene que sea así. Pero, además, la falacia del argumento queda aún más patente si se tiene en cuenta que la prensa y los medios de difusión, en los países donde se supone que hay libertad de palabra, casi siempre están controlados por monopolios y semimonopolios o grandes compañías que más que informar, desinforman: la prensa libre sólo es libre para el que tiene una, como dijo no sé quién. Los tratados de sociología y la información periodística sobre la sociedad, en una sociedad clasista, no invalidan, en modo alguno, la literatura de intenciones sociales; lo que sí puede hacer la llamada libertad de información, y con tanta o mayor eficacia que la censura, es crear una sensación de libertad que adormezca o desvíe el deseo de libertad, tanto en la literatura como en la vida. Es muy fácil descubrir por qué y a quién conviene que sea así.

Un último criterio de los critibas y de algunos críticos que quiero discutir es el de la supuesta ineficacia de la literatura social. Atribuyendo a los escritores “sociales”, con razón en general, un deseo de cambiar la sociedad, realizan el malabarismo sofístico de atribuirles la suficiente ceguera mental como para confundir los libros con las armas. Para cambiar la sociedad, le dicen al autor “social”, son infinitamente más eficaces las armas o la acción política que las novelas o los poemas; y se quedan calvos al decirlo. Chistes fáciles, citas de Octavio Paz o Carlos Fuentes y algún adjetivo o adverbio que exprese ingenuidad combinados con alusiones al “arte comprometido” suelen acompañar las invitaciones, no siempre veladas, a abandonar la pluma y coger el fusil. De mí puedo decirles, y creo que esto vale para muchos escritores, y no sólo de mi generación, que jamás he tenido la ilusión de que una obra literaria pueda cambiar la sociedad; pero también que, puesto que mi principal vocación ha sido, desde muy temprano, la de escritor, he aspirado a que mis obras literarias puedan contribuir, repito contribuir, a cambiar la sociedad. Contribución indirecta y mínima, en todo caso, y siempre difícil de medir, pero que no por ello deja de ser contribución.

El sofisma empieza cuando se compara la posible eficacia literaria con la eficacia política o bélica. Ni siquiera el Canto General de Neruda, con sus millones de lectores (pero no olvidemos que uno de ellos fue el Che Guevara), puede ser comparado en eficacia política o bélica con una huelga general o una guerrilla bien planeadas. Pero mientras el mundo siga siendo, para la mayoría de sus habitantes, ancho y ajeno, en el mundo tendrá que haber huelgas generales y guerrillas, pero también —probablemente— novelas y poemas. La literatura realista lo que ofrece a sus lectores es un conocimiento de la realidad, y su contribución a los cambios sociales y políticos, si existe, pasa a través de ese conocimiento.

Sucede, sin embargo, que a los critibas e ideólogos próximos o dependientes de la ideología dominante les molesta que la literatura proponga un conocimiento profundo y total de la realidad o de algunos de sus aspectos que la clase en el poder se esfuerza por mantener desconocidos o mal conocidos. Prefieren y preconizan una literatura que proponga un enturbiamiento total de la vida mediante la superposición de esquemas ideológicos de confirmada eficacia mitificadora. Una clase ascendente ataca siempre con la realidad, una clase descendente se defiende siempre con la irrealidad, con mitificaciones e idealismos, en buena parte readaptados de la vieja clase a la que ella misma derrotó. En el fondo de esta cuestión de la eficacia creo que hay un cierto error de planteamiento de la teoría y la práctica del llamado “arte comprometido”. Y el error arranca desde el principio, quizá desde Sartre. Pienso que habría que invertir los términos: “arte comprometido” es el que está comprometido con la clase dominante, que es algo real y concreto que continuamente está exigiendo e imponiendo el compromiso a escritores y artistas; el arte que, dentro de su campo específico, afronta la realidad, con frecuencia enfrentándose con la clase dominante y su ideología, es una arte libre —y casi siempre arriesgado y poco “brillante”—, un arte que preconiza el cambio, el cual es siempre algo sin concretar, todavía no real, algo que exige verdadera libertad de imaginación.

Sólo dos cosas, pues, pueden hacer que la literatura realista sea ineficaz: su propia falta de calidad literaria y/o, aunque tenga ésta, la falta de lectores; si aquélla es atribuible al autor o a cada obra en particular, la falta de lectores para las obras de calidad no se puede explicar sin tener en cuenta también la acción interesada y poderosa de los que, por uno u otro medio, logran controlar la cultura y su
difusión».

***

Fragmento extraído de Cultivos, Julián Rodríguez.
Editorial Mondadori, Barcelona, 2008.
(En estos días, la editorial ha publicado la versión bolsillo).

(*) Nota de Julián Rodríguez

Para López Pacheco critiba es a crítico lo que escriba a escritor:
Entre los críticos tiene que haber, y creo que hay, critibas, criticanos, criticantes y criticadores. No creo necesario, ahora, intentar la caracterización de todas estas categorías. Baste insistir en que todas ellas implican un cierto grado de proximidad y dependencia, consciente o inconsciente, respecto a la ideología dominante. Hace falta aún precisar que, como suele ocurrir con las clasificaciones, ésta que propongo no es en modo alguno tajante, pues en muchos críticos, y hasta buenos críticos, se dan, mezcladas en diversas proporciones, las características de dos o más categorías.

Más información sobre Jesús López Pacheco

Wikipedia
El homóvil
Biografía en Proyecto filosofía en español

9 de octubre de 2009

Yuri Herrera (la presentación de Madrid)

Lo mío es contarle al mundo cosas de vital trascendencia sobre los escritores. Del mexicano Yuri Herrera, por ejemplo, quiero explicar varias sin las que su literatura resulta imposible de entender. Es más: no tiene sentido y no sé cómo alguien podría animarse a leer alguno de sus libros sin saber lo que yo voy a contar aquí.

Una es que está obsesionado con la sobrasada desde hace ocho años, cuando visitó Barcelona (vaya usted a saber para qué: ¿para un doctorado en embutidos catalanes?, ¿para estudiar la vida del payés en la masía?, ¿para ver un partido del Barça? Ni idea, pero el caso es que le encanta la sobrasada desde aquel viaje iniciático).

La segunda es que le gusta mojar en la salsa de tomate con que sirven los mejillones en La musa de Espronceda, oráculo gastronómico de Lavapiés, barrio en el que dijo sentirse cómodo, muy cómodo. (Claro, campeón, lo que no te dijimos es que estamos videovigilados como en 1984 por el ayuntamiento y que nos hacen controles de documentación a tutiplén; pero, sí, gran barrio el nuestro).

Y la tercera es que él no es nadie sin cuatro whiskies entre pecho y espalda antes de subirse a una tarima para hablar de su libro. Y no porque responda al estereotipo del macho —muy macho— tequilero de pelo en pecho, sino por los nervios. Como un flan estaba el chaval. Se ve que Julián Rodríguez, su editor, le dijo que venía a torear a Las Ventas, en vez de a presentar una novela en La fugitiva.

Eso sí, yo no lo noté nervioso mientras explicaba que el verbo jarchar —omnipresente en Señales que precederán al fin del mundo, su última obra— tiene que ver con las jarchas, la forma poética con que los árabes cerraraban unos poemas medievales llamados moaxajas; de ahí que a él se le ocurriese derivar el sustantivo y usar el verbo como sinónimo de salir. Este ejemplo, junto con las referencias al empleo que hace del registro coloquial del mexicano que se habla en el norte, venían a subrayar su exhaustivo trabajo con el lenguaje, su fascinación por la materia prima con que construimos los relatos desde la la época de los mitos.

Tampoco me pareció verlo titubear, ni por los nervios ni por el whisky, cuando habló del valor del silencio, de lo no dicho, en sus libros. O mientras explicaba que hace listas de palabras que quiere y no quiere usar en sus novelas. Si escucha una palabra y le toca la fibra, la anota; sabe que esa emoción es por algo y que tarde o temprano esa palabra tendrá sitio en su literatura. Desconozco de cuántos años era el espirituoso con que le templaron el espíritu; pero funcionó.

Después de la presentación charló con quien se acercó a hablar con él. Que si el viaje a Salamanca, que si el desfase horario, que si apenas había dormido debido a los nervios. Incluso tuvo tiempo para hablar de asuntos serios, como la inmigración, la Generación del Crack, el narcotráfico o la sensación de inseguridad en México. Al hilo de esto último, comentó, por ejemplo, que le hacía gracia Stieg Larsson cuando se ponía en plan trascendente y decía que en Suecia había «docenas de crímenes sin resolver...»

—¡Docenas! ¡Esos son los crímenes sin resolver que hay en México en un solo día!

Y es que, si hay un lugar donde los hombres no aman a las mujeres, ese es Ciudad Juárez; y no Estocolmo, Madrid o Nueva York. Pero, en fin —y esto lo digo yo, no Yuri Herrera—, ya sabemos cómo somos los europeos: nos encanta ser burgueses, presumir de progresistas y dictar las normas del mundo, aunque en general no tenemos ni puta idea de lo que pasa en otro lado que no sea en nuestra casa.

(Supongo que por eso Consejo del Poder Judicial español premió de manera póstuma a Larsson y no es capaz de hacer lo mismo con Roberto Bolaño, quien en 2666 dejó, en «La parte de los crímenes», una postal tremenda del femicidio ciudadjuarense, además de un notable y adictivo ejercicio de literatura. Se ve que el argumento de las ventas le pareció al CPJ el mejor para darse aires de gente ilustrada, que lee y todo eso. Se ve.)

En fin, las cosas de España. Volvamos a los mejillones. Volvamos con Yuri Herrera y algunos datos imprescindibles para acercarse a su obra.

Este buen hombre que vive en el DF y que a veces cruza al frontera para ir a Berkley a dar unas clases, además de ser escritor, lo parece. Tiene planta y voz de ello. Viste sobrio y no se las da ni de bohemio ni de figurín. Las manos son su punto fuerte. Las mueve de manera armónica y traza con ellas largas líneas en el aire. Además de para gesticular, las usa, como ya adelanté, para mojar pan en la salsa de tomate (rica, muy rica, picante, deliciosamente picante) de los mejillones. Y también para fumar como la gente civilizada —no como los bárbaros españoles—: sale a la calle y se echa un pitillo. Todo un detalle para un no fumador como yo.

Por un último, una curiosidad: Yuri vaticina que en el 2010 pasarán cosas gordísimas y terribles en su país. No recuerdo bien por qué, pero sí que tenían que ver con que se cumple cierta efemérides y con que los mexicanos son muy sugestionables. Desconozco si esto está relacionado con la noticia que colgó en su perfil de Facebook sobre los ultraconservadores que quemaron libros de Biología en Guajanato porque no quieren más educación sexual que la castidad. O con esta otra de su Twitter, donde nos da la buenanueva de que la virgen de Guadalupe se apareció en Tijuana. Pero ahí quedan los indicios. El tiempo dirá. Y quizá él, don Yuri Herrera, nos vaya contando más señales de esa gran hecatombe que está por venir.

Y fin, que tengo que hacer la maleta. Un abrazo, Yuri. Buen viaje de regreso.

PD 01: Entrevista con Yuri Herrera en la revista Teína, a raíz de la publicación de Trabajos del reino (Periférica, 2008). Reseña de Trabajos del reino.

PD02: Este sábado Yuri Herrera presentará en Madrid junto a algunos amigos el ¿n.º 13? de la revista que dirige, el perro. Una publicación en papel que durante la mayoría de su andadura financió de su bolsillo y que no llevó publicidad alguna. La cita es a las diez de la noche en un bar de la calle San Bernardo de cuyo nombre no logro acordarme. Si algún caballero de los de lanza en astillero, adarga antigua y rocín flaco sabe dónde es que deje recado en el blog, por favor. Yo estoy de viaje. Pero quisiera mandar mis mejores deseos a una dirección concreta.

PD 03: La presentación de Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2009) aconteció en una librería nueva del videovigilado Lavapiés, La fugitiva (está en Santa Isabel, cerca de la filmoteca).

5 de octubre de 2009

Entrevista a Leonardo Valencia

Esta entrevista debería haber aparecido en Teína; sin embargo, a nuestra voluntariosa criatura periodística hecha a pulmón, el tiempo (7 años en la brecha), las situaciones personales o la revolución 2.0 le han abierto importantes vías de agua. Por suerte, los cambios tecnológicos también nos permiten mantenernos a flote y publicar en nuestros blogs o en las redes sociales los contenidos que habíamos preparado para el n.º 21. A ello obedece esta entrada de Aviones desplumados.

Más adelante reflexionaré sobre esa aventura 1.0 que fue Teína; ahora es el momento de salvar los víveres de la bodega para que no se mojen más de lo debido. Por mi parte, rescato aquí la entrevista que le hice a Leonardo Valencia después de haberlo conocido a su paso por Madrid y haber asistido a la presentación de su libro Kazbek. Leonardo: disculpa este retraso de meses... Pero, como dice mi madre, cuando las cosas se tuercen, se tuercen.


«Un libro es una fuerza en potencia donde todo resuena»

Leonardo Valencia, narrador ecuatoriano afincado en Barcelona, sostiene que el libro es apenas un soporte de una entidad mayor: el mundo ficcional. También que en 2050 el sostén físico que seguirá existiendo será la voz humana. Su última novela, Kazbek, puede leerse como una apología de los libros de pequeño formato y una crítica sobre la fijación latinoamericana por escribir la «Novela Total». Su obra es una invitación al juego conceptual y al entrecruzamiento de géneros.

Rubén A. Arribas

Para Leonardo Valencia, el libro es apenas un soporte de una entidad mayor: el mundo ficcional. De ahí que le encanten las travesuras literarias que apunten a desacralizar el fetiche cultural burgués por antonomasia: la literatura. Entre sus fechorías narrativas destacan 1) una novela que tiene su hermana paralela en internet, 2) un único libro de cuentos que revisa y amplía en cada edición o 3) una breve novela fragmentaria que discute la fijación latinoamericana por escribir la «Novela Total». Por tanto, si alguien quisiera encasillar sus obras, debería colocarlas en el anaquel de las apuestas conceptuales, donde lo híbrido y el juego se dan la mano.

Y es que, si algo le molesta de la literatura actual, es que esta se haya vuelto esquemática. Según explicó en Madrid durante la presentación de su último ingenio, Kazbek, intenta que sus novelas no se conviertan «en un cajón a llenar»; lo importante es que la obra intente «fracturar lo que se entiende por literatura en cada momento». Una fractura, que como no podía ser de otro modo para un ecuatoriano afincado en Barcelona y que ha vivido en Perú, abarca también la exploración del idioma. Si algo debe caracterizar al escritor, dice Valencia, es la práctica de «la literatura como lugar de invención del lenguaje, no para la copia de la realidad».

Teína asistió a las dos presentaciones de Leonardo Valencia en Madrid —una en la librería Juan Rulfo y otra en la Casa del Libro—, compartió mesa y mantel con el autor y luego, a través del correo electrónico, charló con él sobre su obra.

Hemingway escribió un cuento de seis palabras, «For sale: baby shoes, never worn», que según el escritor argentino Eduardo Berti es el más breve que se conoce. Tú, que eres muy aficionado al n.º 6, ¿te animas a improvisar uno para Teína?

Es difícil. Curiosamente no tengo ahora cuentos de 6 palabras. Tengo un par de cuentos breves de cinco. Te los digo, pero todavía están en corrección. Así que tómalos como borradores. Uno se titula Últimas palabras: «Disparen —dijo el capitán— lentamente». El otro se titula Posible víctima: «No hay sangre. Venga mañana».

Para decirte la verdad, no es un género que me entusiasme particularmente. Mi noción de los fragmentario en la escritura no se vincula con lo breve en un plano de extensión, sino de interconexión entre textos, donde se superponen los planos. Como si lo que se buscara fuera un chisporroteo, un cortocircuito entre fragmentos. Lo que sí me apasiona de los textos breves es la sintaxis y la puntuación. Allí los puntos y comas son como disparos con silenciador.

El sexto de tus cuentos de La luna nómada se llama «Insuperable capítulo 6», tu novela El libro flotante de Caytran Dölphin tiene seis capítulos y Kazbek inaugura una hexalogía de novelas con títulos de seis letras y —mucho me temo— seis capítulos cada una. ¿Cómo surgió la fijación con este número?

Algo se explica en el cuento «Insuperable capítulo seis». Durante muchos años, desde que era niño e intenté leer el Quijote en la edición que tenía mi padre, en cuatro tomos, nunca pude pasar del capítulo seis. En 1997 estaba leyendo Madame Bovary y de pronto, en su capítulo seis, me detuve. Algo pasó. Sólo entonces pude volver al Quijote y pasar de su capítulo seis. Sé que esto no es una explicación, sino una anécdota. El seis es un buen número como cualquier otro y articula muchos sentidos posibles. A mí me tocó este número y trato de serle fiel en todas las circunstancias.

En una entrevista para el blog El síndrome de Chéjov, a raíz de La luna nómada, comentaste que «escribo novelas para entender mejor la fuerza del cuento». Según esa lógica, y respecto de tus novelas, ¿qué te aporta escribir cuentos?

La distinción entre novela y cuento, aunque tengan diferencias, me parece un lugar tópico de la crítica y de la academia. Creo que están fuertemente imbricados, y como casos ejemplares están Onetti y Kafka, que publicaron algunos cuentos como tales y que a otros los incluyeron íntegros en sus novelas. La concisión del cuento es un reto para una novela, y la capacidad panorámica de una novela sugiere al cuentista posibilidades que éste a veces descarta por la unidad de un tiempo y un lugar. Me gustan los que Ribeyro llamaba «cuentos máximos» y que han sido trabajados con la misma visión panorámica de un novelista que ha ido a lo esencial. Allí están «En la colonia penitenciaria» de Kafka, «Silvio en el Rosedal», del mismo Ribeyro, «El nadador» de Cheever, o los cuentos de Alice Munro. Incluso diría que una vez que escribo una novela para entender mejor la fuerza del cuento, diría que escribo cuentos para acercarme a lo que, para mí, es un imposible que mantengo como imposible: escribir un poema. Si pasamos a un nivel más complejo respecto a la relación entre cuento y novela, la clave estaría en el enfoque del personaje. No en el plano psicológico. La tesis de que el personaje en novela tiene un tratamiento psicológico que no lo tiene el cuento me parece imprecisa.

Creo que más bien hay otra situación a considerar. El cuento tiende a expulsar a un personaje, como si el cuentista se librara de él lo antes posible, como sugiere Cortázar. En la novela, en cambio, se intenta retener lo más posible al personaje. Creo que en esta dualidad entre expulsión y retención es donde podremos encontrar otros enfoques para la relación entre el cuento y la novela. Sería interesante retener a un personaje en distintos cuentos y, en la novela, ver la manera de expulsar al personaje hacia un terreno desconocido, o lidiar con un personaje que no quiere ser narrado. Esto ocurre con mi personaje Dacal, que salta de un cuento a otro y que, en Kazbek, no quiere ser narrado. Después de Pirandello y Unamuno, y sobre todo después de Kafka, ya no podemos tratar a los personajes de la manera convencional.

En tu obra abundan las referencias librescas y las reflexiones sobre el proceso creativo; sin embargo, prefieres evitar la etiqueta «metaliteratura». ¿Por qué?

Porque la metaliteratura es literatura sin etiquetas. Casi me siento como los autores a los que se los califica de novelistas policiales o de intriga, sin serlo, o porque dicen mucho más que la obviedad de la etiqueta. El asunto está en otra parte, la que se quiere tapar con las etiquetas. Allí está el dedo, tapando el sol, hasta que el dedo se cansa y discretamente se retira. Pero quedemos, cedo, con el dedo de Dios que tapa el sol. Y entonces sí, me gusta la metaliteratura, me encanta, y esa es la familia larga que va desde Dante y Hermann Broch tomando a Virgilio como personaje, o Borges incluyéndose e inventándose a sí mismo, hasta César Aira inventándose escritores súbitos y apócrifos e inéditos en Varamo o Parménides.


DESACRALIZAR, FRACTURAR, INNOVAR

Tu primera novela, El desterrado, responde a un formato clásico; sin embargo, las dos siguientes giran alrededor del fragmento. El libro flotante... tiene por eje un libro fragmentario cuyos pasajes lee y comenta Iván Romano, y Kazbek es una novela fragmentaria. ¿Cómo y por qué llegó a ocupar un lugar tan importante el fragmento en tu evolución estética?

Quizá cuando tuve conciencia de que una novela, esencialmente, es una superposición de planos o fragmentos atravesados por una intuición poética. El desterrado, dentro de su apariencia convencional, está absolutamente fragmentada. No la había vuelto a releer hasta que tuve que revisar las pruebas de impresión para una reedición, cuando vi que a pesar de que está articulada en cuatro partes, dentro de cada una de ellas hay un fragmentación donde los planos se relacionan con mucha movilidad y donde hay elipsis que no dejan tan evidente el sentido. Pero es cierto que la apariencia es de mayor estabilidad, sin mayores turbulencias ni saltos mortales al vacío. De alguna manera quería decirlo todo y tenía un poco de miedo ante el vértigo de la discontinuidad de los fogonazos de lo que yo imaginaba.

Con las siguientes novelas encontré que no es necesario decirlo todo, sino saber qué hay que ocultar. Quizá el paso sea de un primer momento en que el escritor quiere decirlo todo, y el segundo sea el de saber qué no decir, qué eliminar, y que eso, en sí mismo, pueda sugerir otros niveles de lectura. Allí vuelvo siempre a Kafka, que fue experto en sabotear datos. Basta cotejar sus borradores y las versiones finales. Escribía por descarte, y no se equivocan sus biógrafos cuando dicen que toda su obra es un campo de ruinas. Pero qué ruinas han quedado. Sin embargo, y aquí hay una sospecha que a veces me asombra, posiblemente El desterrado sea la novela mía que más se volverá a leer.

En la «Nota flotante» que funciona como epílogo a El libro flotante..., hay una apología de «la condición anárquica del escritor». Allí justificas el entrecruzamiento de géneros y hablas de «la carencia en lengua española al separar novela, pensamiento y poesía». ¿Es tan esquemática y estructurada nuestra literatura en relación a otras?

Con los pocos casos de excepción, lo es. Todavía se mantiene, en su tradición fuerte o mayor, una especie de escepticismo y desconfianza a combinar novela, pensamiento y poesía. Sobre todo de quienes vienen de la novela y que la consideran una simple plataforma para contar historias realistas. Los pensadores y los poetas son muchos más generosos y abiertos, más dúctiles. No es gratuito que los novelistas más innovadores de la lengua española tengan algún vinculo con la poesía o con el ensayo, sea porque han escrito poesía o ensayo, o porque la han traducido, o porque son grandes lectores de poesía y ensayo. Son los raros, y por eso mismo confirman la regla.

¿Tiene algo que ver esta postura tuya con que en Kazbek o En el libro flotante... aparezca de manera explícita y de forma asidua la palabra juego?

No lo había notado… Es verdad. Si perdemos la capacidad para jugar nuestras novelas se volverán tochos serios y representativos y no dejarán que pase a través de nuestros libros ese aire liberador al que debemos darle empuje, esa brisa que nace de adentro. Cada vez trato de jugar más con mis libros. El juego, a fin de cuentas, hace cosquillas, busca al menos la sonrisa. De manera que sí, una novela es un complejo y arriesgado juego mental que hace cosquillas. A veces cosquillas terribles.

Kazbek, como la poesía, trabaja desde lo que denominas la «disponibilidad del artista». Esa idea se resume en que este debe aprender a dejar espacio a lo imprevisto, escucharse a sí mismo y saber «ir a la contra de lo que pretendía escribir». ¿Qué suele anteponer un autor experimentado como tú para evitar escribir sobre lo que de verdad quiere?

Hay muchas cosas. La tentación siempre está ahí y hay que vencerla. A veces hay que hacerle creer que has caído y luego subvertirla desde dentro. No es fácil para el escritor tal como está la situación hoy en día sobre los criterios de valor de una obra por sus ventas o su impacto o la prisa por publicar o las exigencias de los editores, y lo que es peor, la autocensura del propio escritor que sabe que está haciendo concesiones y que sabiéndolo las hace. Luego está la competitividad de las ventas o las traducciones o la firma de libros. Todo es absurdo, pero es real. Pero el verdadero disfrute es no querer complacer a nadie, sino retarse a uno mismo como escritor. Lo siento si los lectores creen que escribo para complacerlos. Lo que quiero es respetarlos, y eso es muy distinto, y respetar a un tipo de lector que creo que es el idóneo para mis libros. En realidad, quien mejor lo explicó fue Piet Mondrian, cuando dijo que no le interesaba hacer cuadros, sino descubrir cosas. Quisiera descubrir cosas, y para hacerlo hay que quitarse ciertos velos que nos tiende la realidad común. No es fácil, pero créeme que es divertido.

Kazbek defiende el «Libro de Pequeño Formato» frente la «Gran Novela» o «La Novela Total». ¿Pueden entenderse sus 117 páginas como una autocrítica frente a las 438 de El libro flotante...?

Fíjate que Orhan Pamuk dijo algo muy interesante sobre la identidad del escritor, que debe ser capaz de salir de su identidad porque de lo contrario no podría entender ni crear la identidad de otros personajes. Estoy de acuerdo con él. A mí me gusta alejarme de mis propios libros, discutir con ellos, llevarles la contra. Sí, Kazbek es una autocrítica frente a El libro flotante de Caytran Dölphin, que a su vez es una autocrítica de El desterrado. Ya en El libro flotante le llevaba la contra a su narrador la posibilidad abierta en ese libro paralelo que es su página web www.libroflotante.net. En el fondo, es lo que siempre sostengo: que el reto es sólo con uno mismo, contra uno mismo. Lo divertido es que algunos lectores asumen posturas defendiendo el libro mío con el que se identifican y discuten frente a los otros. Y entonces yo desaparezco y dejo que el diálogo continúe por su cuenta.

¿Y cómo dialoga este «Libro de Pequeño Formato» con dos novelas en forma de diario que aluden, según tú, a la «Novela Imposible», como La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, y La novela luminosa, de Mario Levrero?

Estos dos son grandes maestros periféricos. Pero es que es cierto. La novela es un imposible. Y ellos hieren la idea de esa consecución porque enfrentan la noción de la Gran Obra, no porque no les interese hacer un gran libro, sino porque quieren rebatir una idea que está en la raíz de Occidente, y que es el remitirse a un libro sagrado, fundacional, y hasta diría fundamentalista. Ribeyro y Levrero, y podríamos decir Macedonio y Onetti y Aira y Borges y Goytisolo y Vila-Matas, vienen desde los márgenes, que es como decir que vienen de Oriente. Todos ellos son autores chinos. Están en contra de ese texto sagrado fundacional. He leído hace poco los ensayos de François Jullien donde precisamente habla de que la cultura china no piensa en un texto sagrado o canónico, que su visión es otra, la de un recorrido, o mejor dicho, la de un recorrer. Hay una mitificación del libro en Occidente. ¿Resulta curioso que un autor que gusta de lo metaliterario abogue por la desmitificación del libro? Entonces habría que replantear el término metaliterario, ya que significaría, etimológicamente, lo que está más-allá-de-lo-literario.


LA VOZ ES EL SOPORTE,
EL OÍDO ES QUIEN DECIDE

En El libro flotante..., Iván Romano —el narrador— habla de que el hermano de Caytran Dölphin «rechazaba en bloque toda la pintura figurativa, de corte clásico, europea» y que le gustaban «los expresionistas abstractos como Arshile Gorky, De Kooning o Pollock». Valga la analogía pictoliteraria: ¿sería esa una buena manera de etiquetar el estilo hacia el que tiende Leonardo Valencia?

No etiquetemos. Pero todavía los novelistas deberíamos aprender de lo que ha pasado en el siglo XX en pintura y escultura. Me gustaría ver, por ejemplo, una novela que se aproxime al Marsyas de Anish Kapoor. Los poetas y los cuentistas ya lo han hecho hace mucho tiempo y lo siguen haciendo. Los novelistas se han vuelto paisajistas y retratistas a la manera de los flamencos. Exquisitos, sí, pero para museos.

Tu obra aborda el asunto del desarraigo, de las «raíces flotantes», como diría Iván Romano. Sin nombrarlo, planteas cierto vagabundeo lingüístico; de hecho, en tu español resulta imposible identificarte como ecuatoriano, y sin embargo tu lenguaje es rico en matices. ¿Qué decisiones tomaste o tomas a la hora de asimilar influencias lingüísticas de los países donde has vivido?

Mi oído es el que toma las decisiones. Escribo de oído y depende del tono que pida cada libro. Mis fuentes son claras, por las ciudades en las que he vivido: Guayaquil, Quito, Roma, Lima y Barcelona. Las huellas están escritas.

Algo que me llamó la atención cuando he leído en tu web o te he escuchado en tus conferencias es que pareces haber acuñado algunos términos para delimitar ciertos conceptos literarios. Por ejemplo, ¿a qué llamas «ficción progresiva» o «idea móvil del libro»?

La ficción progresiva es la idea de que, más que libros, trabajamos en mundos ficcionales y que los libros son un recorrido, que no son estáticos, sino potenciales en un sentido diferente al del movimiento. A mí me cuesta desprenderme de un personaje. Lo sigo viendo, lo imagino, queda mucho que contar de él que él mismo se ha encargado de ocultar. Un libro es una fuerza en potencia donde todo resuena. La idea del libro móvil, como La luna nómada que crece en cada edición con nuevos cuentos y que sea mi único libro de cuentos, va contra la idea de cerrar canónicamente un libro, que es una idea religiosa o, mejor dicho, eclesiástica. Si el novelista es alguien que pone en diálogo voces que incluso son contrapuestas, eso puede implicar también el que sus propios libros se rebatan a sí mismos.

Aludes al libro como un mero «soporte para el mundo ficcional» y sostienes que «no hay tener miedo de los nuevos formatos: los mundos ficcionales son superiores al libro». ¿Cómo imaginas las novelas en el 2050, por ejemplo?

No tengo la menor idea de cómo podrán ser en 2050. Tendré 81 años cuando eso ocurra. Sea lo que sea que ocurra, estaré alerta, sonriendo y apoyando las travesuras que hagan los descubridores de cosas. Pero algo no va a cambiar. Seguiré leyendo en voz alta los fragmentos y textos y poemas que me gustan. Ese es el soporte que va a durar más: la voz humana.

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Leonardo Valencia exprés. Guayaquil (Ecuador, 1969). Realizó estudios de Ciencias Sociales y Políticas y se doctoró en Literatura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Dirige el Laboratorio de Escritura de Barcelona y fue seleccionado para el Festival Bogotá 39 como uno de los 39 autores más destacados de la nueva literatura latinoamericana.

Cuento

La luna nómada (1995, 1998, 2004).

Novela

El desterrado (Debate, 2000)
El libro flotante de Caytran Dölphin (Funambulista, 2006)
Kazbek (Funambulista, 2008)

Ensayo

El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008),

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1 de octubre de 2009

Manuel Rodríguez Rivero (II)

Han pasados unos cuantos días desde la 2ª clase de Manuel Rodríguez Rivero en el Taller Fuentetaja, lo sé; pero uno ya no es el alumno aventajado de otros tiempos... Ahora trabaja (in)cansablemente, viaja a visitar a la familia y hasta incluso se permite un rato de ocio descomputerizado los fines de semana. Pero, bueno, hoy he finiquitado mis tareas a buena hora y mañana la agenda es menos apretada que de costumbre; así que pongo remedio a mi dejadez bloguera y paso a limpio los apuntes que tomé el jueves 17 en el curso Introducción a la edición para narradores que dictó el que fuera editor de Javier Marías y Pérez Reverte. (Clase n.º 1, clic aquí).

Esta 2ª clase se llamó «La novela, reina de la edición», y Rodríguez Rivero contó muchas cosas, sobre todo chismes del mundillo. Hubo cifras sobre los adelantos —que no daré en público para evitarme líos— que reciben algunos escritores conocidos y también unos cuantos trapos sucios destinados a quitarles cualquier atisbo de romanticismo literario a los asistentes a la charla. Quiso dejar claro que una cosa es escribir y otra, bastante otra, es publicar y vivir de lo que escribes. Como repetió una y otra vez, «este es un negocio igual que el de los chorizos».

Moraleja. Si quieres vivir de esto como Pérez Reverte, Kenn Follett, Larsson, Dan Brown y compañía; ya sabes: escribe como ellos. Y si opinas que la literatura es otra cosa, mejor que compres chorizo barato para sobrevivir y que te busques un trabajo que te permita pagarte el alquiler, la Seguridad Social y etcéteras varios. Ni aunque seas tan bueno como Antonio Orejudo podrás vivir de esto. (Si haces lo que hace Javier Cercas, sí, que ganó un pastón con el adelanto de Anatomía de un instante y con las ventas de Soldados de Salamina).


EL NEGOCIO ES EL NEGOCIO

Otra de las máximas que repitió Rodríguez Rivero, que ya está más allá del bien y del mal en asuntos literarios, es algo archisabido pero que mucho bisoño escritorzuelo novel insiste en desconocer: «Todo se pacta». Algún premio legal hay, dijo, como el de SM de novela juvenil; pero no es lo usual. Tampoco él se las dio de editor intachable, ni mucho menos, y reconoció haber cometido alguna tontería que otra en su trayectoria. Eso sí, siendo crítico, dijo, al menos renunció al viaje a Estambul con que Planeta agasajó a la prensa cuando presentó La pasión turca, de Antonio Gala (que en 1990 había ganado el galardón planetario con El manuscrito carmesí).

Nota al paso 01: de esta última anécdota, puede deducirse el nivel de independencia de la crítica española. Huelga decir que, según Rodríguez Rivero, las críticas para Gala fueron bastante favorables.

Nota al paso 02: recomiendo leer la crítica de Ignacio Echevarría sobre El manuscrito carmesí en Babelia, publicada en 1990. Está recogida en Trayecto: un recorrido crítico por la reciente narrativa española (Debate, 2005). En el primer párrafo explica muy bien a qué tipo de autores premia Planeta.

Y es que las editoriales son empresas y se comportan como tales. Y, sobre todo si pertenecen a grandes grupos, sus brújulas culturales son la cuenta de resultados, los márgenes de beneficio y la productividad; nunca o casi nunca la calidad. Bueno, a veces sí; cuando necesitan contratar un nombre —estilo Carlos Fuentes y popes similares— para prestigiar algún sello. En jerga corporativa —y esto corre de mi cuenta—, a eso se le llama contratar a una celebrity, que queda muy bien, da glamur y te hace aparecer mencionado en muchos sitios.

En fin, que los grandes grupos —al parecer 6 se reparten el pastel— pelean por acrecentar su cuota de mercado a costa de sus competidores, no por descubrir talentos o desempeñar una labor cultural. Por tanto, es normal que calidad literaria y ventas no suelan ir de la mano. Eso sí, cada tanto a las multinacionales se les escapa alguna joya, como Harry Potter o Dan Brown, y dejan que pequeñas editoriales se hagan ricas. Los asalariados buscadores de oro de Mondadori, Planeta o Alfaguara también tienen sus días malos, y no siempre aciertan o pueden imponer las tendencias y modas.


PREMIOS

—¿Por qué se convocan tantos concursos en España en otoño y primavera?
—Porque es cuando menos libros se venden.

Guárdese eso en la memoria: la mayoría de los premios son para vender libros y conseguir publicidad gratis en los medios, no para reconocer la calidad de una obra.

Amén.

Según Rodríguez Rivero, en España se convocan más de 2.000 premios literarios; lo que nos sitúa a la cabeza de Europa en la materia. Además, los galardones suelen estar mejor dotados que en otras partes y tienen una particularidad: la mayoría se da a obras inéditas, mientras que en el extranjero abunda más el premio a la obra ya publicada. Las editoriales patrias buscan reactivar el mercado en los meses donde cae la demanda, y para ello intentan aprovechar la publicidad gratuita que les suministran los medios por generarles noticias. De ahí que tanto galardón deba entenderse sobre todo como una maniobra de marketing.

Ejemplo: Boris Izaguirre, segundo del Premio Planeta de hace dos años, vendió más libros que Juan José Millás, el ganador. A buen entendedor pocas palabras bastan. (Millás será lo que será; pero, según sé, es fan de un libro que yo admiro: Zama, de Antonio di Benedetto, y eso le honra).

PD: ¿Qué hacen en el extranjero? Suelen conceder los premios a libros publicados, algo que implica haber pasado ya por el filtro de la crítica y los lectores.


SPRINT FINAL

Agentes literarias. Parece que sólo las mujeres se dedican a ser intermediarias entre los autores y los editores. Según Rodríguez Rivero, tienen más paciencia con el ego y las manías de los escritores y además saben negociar mejor. Eso sí, no suelen aceptar autores inéditos o de los que no sepan que pueden sacar una buena tajada (¿practicidad femenina?)

La novela contemporánea española. Como bloque, sostuvo que es más interesante que la que se hace en Francia o Alemania, pero quizá no tanto como la de Inglaterra. Y habló de que suele ser una literatura bien recibida (en los dos primeros países; los anglosajones, como es sabido, bastante tienen con interesarse por lo propio). Una crítica: se mira demasiado hacia atrás y hacia el ombligo, a diferencia del cine, que sí que se ha interesado por tratar conflictos colectivos.

Datos. 1) En 2009 hace 70 años que Freud murió (también su traductor, Ballesteros); ahora su obra está libre de derechos y cualquiera puede publicarla sin pagar arancel alguno. 2) Un 94 por ciento de las personas encuestadas confiesa que el último libro que leyó fue una novela. 3) Las investigaciones de mercado hablan o que las tendencias muestran una clara femenización del hábito de la lectura.

La opinión. Isaac Rosa, sí; Agustín Fernández Mallo, no.

PD 01: (Que me perdonen los del Abc.es: repito foto, sí... Pero es que la suya es la más potable de la red)

PD 02: Conferencia dictada en la Fundación Juan March sobre Javier Marías (audio).