24 de noviembre de 2010

La hermana de Katia, Andrés Barba

Jorge Herralde tuvo ojo con Alberto Olmos (Segovia, 1975), Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) y Andrés Barba (Madrid, 1975). En 2010, más o menos una década después de que aquellos desconocidos veinteañeros saliesen finalistas del premio que convoca la editorial Anagrama, los tres parecen bien asentados en el panorama literario español. Cada uno a su manera, cada uno con su estilo. Los tres han sido elegidos por Granta hace poco como jóvenes autores representativos de la literatura en español.

En 1998 Alberto Olmos quedó finalista del Herralde con A bordo del naufragio, tras Roberto Bolaño y sus detectives salvajes. Al año siguiente Neuman sacó medalla de plata con Bariloche, tras Marcos Giralt Torrente, autor de París. Neuman repitió puesto en 2003 con Una vez Argentina, esta vez secundando a El pasado de Alan Pauls. Y Andrés Barba, por su parte, quedó finalista con La hermana de Katia en 2001, en una edición del premio que ganó Alejandro Gándara con Últimas noticias de nuestro mundo.

Quizá haya algún finalista veinteañero más en la lista del Herralde y yo me lo he saltado. Ni idea. Tampoco pretendo demostrar una teoría, tan sólo constatar un dato curioso en el que venía pensando desde hacía unos meses. Más que nada porque conozco relativamente bien la obra de Olmos y Neuman, a quienes entrevisté para Teína, y porque no había leído a Barba (y eso que le tenía ganas al ensayo de La ceremonia del porno).

Pragmático que es uno, hace un mes busqué en la biblioteca algo de él y encontré La hermana de Katia. Lo leí de un tirón en un viaje Madrid-Bilbao. Vale, no me pareció una novela estupendísima; con todo, me la leí entera, disfruté con varios pasajes y me hizo pensar en algo bastante jodido a mi edad: ¿qué hacía yo a los 26 años mientras este chaval perpetraba un libro donde las madres pueden trabajar de putas, tener un apacible novio carnicero y mostrarnos la guerra que dan una hija que baila en un tugurio a lo Elizabeth Berkley en Showgirls y otra que pierde la ingenuidad mientras intenta ligar con un mormón de Maine?

¿Qué hacía yo? Imagino que lo que otros muchos: buscar trabajo, gastar mi dinero en cervezas diciendo tonterías en los bares, explotarme algún grano de acné que aún resistía el paso del tiempo... Esas cosas. Entre tanto, Andrés Barba escribía pasajes como este de un monólogo que tiene la abuela de la novela:
Tu madre primero y ahora Katia. Luego vendrás tú, feúcha como eres pero seguro que también te cogen porque a ésos no te creas que les importa mucho lo guapa o lo fea que seas, vendrás y me dirás “Abuela, bailo en un striptease”, te pondrás como se ponía el otro día tu hermana cuando estábamos aquí bailando, que parecía que estaba intentando calentar a Jorge, que no es mal hombre pero que es un hombre, callado y tal, lo que necesita tu madre, uno que no le dé muchos dolores de cabeza ni le pida explicaciones, tampoco es fácil de encontrar eso, con su carnicería y sus cosas, guapo no es pero quién quiere un hombre guapo, los guapos terminan siempre dando problemas, en el físico tiene un aire a tu abuelo, los hombros anchos, buena tripa, culo caído, medio calvo, callado, mejor que sean callados, tu abuelo era callado también, a veces, es curioso pero casi no me acuerdo de tu abuelo, hay cosas que parece que una las va a recordar siempre y las olvida, lo peor es que ni siquiera te da pena olvidarlas. Oh, Nuria, mi niña, las olvidas y cuando te das cuenta de que las has olvidado pasas un momento de susto, sí, de susto, cosas que cuando las estabas viviendo te decías pase lo que pase no voy a olvidarme de esto, y de pronto ya no te acuerdas, recuerdas que no querías olvidarlo, recuerdas que ocurrieron, pero no recuerdas las cosas, y ni siquiera sabes si fuiste o no culpable de olvidarlas, recuerdas que eran buenas o dolorosas, siguen ahí pero como cuando despiertas de un sueño y sabes que ha sido horrible pero no sabes qué era exactamente, estás segura de que era una pesadilla pero no sabes de qué tipo, últimamente sueño que sois vosotras las que os olvidáis, que me despierto mañana aquí, en vuestra casa, y no sabéis quién soy, “¿Quién es usted?”, dice tu madre. “¿Y esta vieja?”, dice Katia, y tú no dices nada, tú me miras así, como me estás mirando ahora, que no se sabe si eres tonta o te haces la tonta, si entiendes o no, y yo me voy hasta tu madre y le digo que me abrace, eso que a tu madre nunca le han gustado los mimos, no a Nuria, Nuria era distinta, y después me dais de comer, me dejáis ropa pero como se le deja ropa a una extraña que da lástima, que no tiene dónde caerse muerta, me decís “Cómase esto, póngase esto” como si no me conocierais de nada, y cuando se hace de noche me obligáis a marcharme, me decís “Puerta”, amablemente, sí, pero “Puerta”, me despierto y casi me da miedo cuando aparece tu madre, por eso no me tomo las pastillas que dijo el médico, no es que me olvide, es que estoy cambiando, en el balneario me lo dicen las chicas nuevas de la limpieza, me dicen “Está usted un poco rara últimamente”, pero no es que esté rara, es que cambio, no sólo cambian las personas de cuarenta años, o las de treinta, también se cambia después, se cambia distinto pero se cambia, de pronto hay cosas que te dejan de gustar, cosas que te habían gustado toda la vida te dejan de gustar, recuerdas cosas que parecen mentira, de hace muchísimos años, y no sabes lo que hiciste ayer, ni siquiera lo que hiciste esta mañana pero cuando tenías siete años un chico te miraba en el colegio, Gustavo, se llamaba Gustavo. (...)
Lo malo de tener 35 años y leer los libros que otros escribieron a los veintialgo es que te pone existencial, como cuando escuchas a un futbolista casi adolescente hablar de que gana en un día lo que tú en un mes. Eso sí, lo mejor de tener 35 años y encontrar gente de tu edad que te gusta cómo escribe es esa tonta sensación de volver al bachillerato y sentir que tu compañero de pupitre, y no el autor, es quien ha leído en voz alta el texto. Y eso... Eso es lindo.

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