19 de noviembre de 2010

Diario de un emigrante, Miguel Delibes

El argumento de Diario de un emigrante (1958) gira en torno a un joven pareja vallisoletana que emigra de Valladolid a Chile en los años 60. Lorenzo y Anita, veinteañeros ellos, no pasan necesidad en España; sin embargo, no les resulta estimulante el entorno patrio, tan gris y monótono él. Además, ella ha recibido una carta de su tío Egidio, que vive en Santiago de Chile y los anima a hacer las Américas. Es más: incluso se ofrece a pagarles el pasaje de barco.

Después del clásico tira y afloja, Lorenzo pide una excedencia en su trabajo de bedel en un instituto y viaja con su chica, embarazada, a América. Él y ella están convencidos de que su relato será exitoso; al fin y al cabo, la gente dice que al otro lado del Atlántico les espera una fortuna que amasar y que hasta servicio doméstico van a tener. O, dicho en castizo y parafraseando una frase popular, que en América todo el mundo ata los perros con longanizas. En fin, las cosas de que no hubiese Internet en los 60.

Al margen de ciertos paralelismos entre los emigrantes españoles de entonces y los inmigrantes que recibimos hoy, lo que más me ha interesado del libro es el machismo que rezuma la relación entre Lorenzo y Anita. Desconozco hasta qué punto Delibes quería retratar una relación así o, sencillamente, se limitaba a construir una relación de pareja con la realidad que lo rodeaba... Lo desconozco. En cualquier caso deja entrever los usos y costumbres del momento.

En el diario que escribre sobre el viaje, Lorenzo deja clara una idea: su trabajo vale más que el de Anita. ¿Por qué? Porque es hombre. Y punto. Su trabajo como recadero, ascensorista o gerente de un ineficiente salón de limpiabotas vale más que el de Anita como peinadora. Ya se sabe: los hombres trabajan para mantener a la familia y las mujeres, para entretenerse y sacar un dinerillo con que cubrir sus gastos.
De que me levanté me mostró el alijo de perfumes de allá. Lo que yo la dije, que ojo, pero ella me dio en los morros con un mazo de billetes. Quince mil del ala, que se dice pronto. ¡Hay que tocarse las narices! Esto lo hace la chavala a base de simpatías y un poquito de gusto, como yo digo, porque vamos por peinar nadie da hoy plata. Claro que también está lo de las uñas y los potingues. Con unas cosas y otras malo será que la chavalilla no se saque para sus gastos. Y después de todo, lo suyo no es más que un entretenimiento, porque, bien mirado, a esto no puede llamársele currelar.
Anita visita la casa de unas cuantas damas adineradas y las peina. Tiene talento y diversifica su negocio hacia la manicura, los perfumes y demás potingues; así que prospera y al cabo de una semanas incluso se plantea abrir un salón de belleza por su cuenta. Como suele pasar muchas veces entre los inmigrantes, las mujeres prosperan más deprisa y mejor que los varones. Y, claro, para un machito ganar menos que su pareja es una afrenta a su hombría. Es, por tanto, el momento de golpear con autoridad la mesa y reclamar el poder patriarcal.
Me levanté con mal cuerpo y, ya de mañana, tuve un agarrón con la chavala. Lo de peinar dará chiches, no lo discuto, que yo mismo junté anteayer treinta billetes juntos, pero está la guagua y ya se sabe que antes es Dios que todos los santos. Así se lo planté y ella empezó con toda la calma que no fuera vaina y que si prefiero que se establezca está determinada a ello. Ya la dije que ni a tarros, y ella que a qué ton, que le faltan manos para atender a la parroquia y que mejor la pintaría así. Con todo el temple la solté que bien estaba lo suyo como pasatiempo, pero que dice muy poco en mi favor el tener a mi señora currelando, y que poner un establecimiento era tal y como dar dos cuartos al pregonero y que yo tengo mi orgullo y que por ahí no pasaba. La chavala se atufó y me salió con que lo que me escocía es que ella medrase y yo para atrás como el cangrejo, y eso me cabreó y le dije que ojo, que por ahí iba mal, pero ella porfió que el tío había dicho que era más capaz que yo y que eso era lo que me enojaba, y ya me sacó los chorros del canasto y la voceé, de segundas, que ojo y que como volviera a comparar la pegaba una mano de guantadas que se iba a acordar de la fecha.
Resulta interesante ver cómo Lorenzo actúa como un personaje en crisis con su masculinidad. Cómo el cuestionamiento o la pérdida de privilegios del incipiente patriarcado que quiere fijar, lo saca varias veces de sus casillas a lo largo de la novela. Nunca le pega a Anita; pero, como cuando los padres se angustian porque sus hijos tumban la autoridad que ellos creían haber heredado de los abuelos, Lorenzo pierde su sitio, sus referencias, parte de su identidad. Y pierde tanto su sitio en el Nuevo Mundo que al final convence a Anita para regresar a Valladolid.

Eso sí, le falta un último escollo: asumir la decepción, pues El Dorado no ha sido tal. Si algo resulta duro para un emigrante, no es perder las raíces o vivir alejado de la familia; lo peor es regresar a casa y que tu relato sea el de un fracaso. Es más: ¿cómo eludir las mentiras que habías contado para justificar que tú tenías razón al moverte, y no quienes prefirieron quedarse en el pueblo?
Te pones a ver y el hombre no es más que un animal de costumbres, que ni se diferencia de la perdiz, ni nada. Y si yo les tuviera bien puestos pegaría media vuelta, ¡march!, y si te he visto no me acuerdo. Pero, lo que pasa. Uno cogió la pichicharra de América y les ha ido a los amiguetes con el cuento, que si hay perdices como escombro, y que si uno vive como un duque, y vete ahora a decirles que no hay de qué y que te vuelves porque la murria no te deja parar y porque no tienes donde caerte muerto. La fetén es que la Anita y yo, yo y la Anita, nos hemos llevado un desengaño de órdago.
Lo de enriquecerse espiritualmente está muy bien; pero volver con una mano delante y otra detrás parece poca razón para haber cuestionado el lugar que se te había asignado en el engranaje productivo. Con todo, Lorenzo ya ha aprendido que en todas partes cuecen habas y que en ninguna parte pagan por dormir. Ni en América ni en España.

Eso sí, lo que no queda claro es si Lorenzo ha aprendido a respetar a su chica. Parece quedar en manos de lector esta otra moraleja. También la de que quien prospera fuera de su país, como Anita en Chile, suele ser porque vale y se lo trabaja, pese a convivir a veces con alguien que infravalora su trabajo y quiere desahogarse dándole una mano de guantadas cada tanto. Más de una mujer inmigrante conoce bien esa situación en España, ¿no?

Grande Delibes, que nos permite hablar del presente con libros del 58.

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