27 de marzo de 2011

Retorica bélica, Arundhati Roy


I

Nuestra estrategia debería consistir no sólo en enfrentarnos al Imperio, sino también en asediarlo. Privarlo de oxígeno. Avergonzarlo. Burlarnos de él. Con nuestro arte, nuestra música, nuestra literatura, nuestra obstinada porfía, nuestra alegría y, sobre todo, nuestra capacidad para contar nuestras propias historias. Unas historias que son diferentes de las que tratan de hacernos creer para lavarnos el cerebro. La revolución que promueven las grandes multinacionales fracasará si rehusamos comprar lo que nos quieren vender: su manera de pensar, su versión de la historia, sus guerras, sus armas, la idea que tratan de imbuirnos de que es inevitable que su visión del mundo se haga realidad. Hay algo que no debemos olvidar: somos muchos y ellos, pocos. Nosotros no los necesitamos, y ellos nos necesitan.

II

La democracia, la vaca sagrada del mundo moderno, está en crisis. Y es una crisis muy profunda. En su nombre se cometen toda clase de atropellos. Se ha convertido en poco más que una palabra vacía, en poco más que una hermosa concha carente de cualquier contenido o significado. Puede ser todo aquello que uno quiere que sea. La democracia es la prostituta del mundo libre: está dispuesta tanto a disfrazarse de lo que se le pida como a desnudarse, a satisfacer todos los deseos, a que se aprovechen de ella y la insulten.

Hasta hace relativamente poco, hasta la década de los ochenta, parecía que la democracia podría ser capaz de proporcionar cierto grado de justicia social.

Pero las democracias modernas son lo bastante antiguas para que los capitalistas neoliberales hayan aprendido la manera de corromperlas. Han llegado a dominar la técnica de infiltrarse en los instrumentos de la democracia -el poder judicial «independiente», la prensa «libre», el Parlamento- y desviarlos de su curso para llevar el agua a su molino. El proyecto de globalización promovido por las multinacionales ha roto todas las normas. Conceptos como elecciones libres, prensa libre y poder judicial independiente pierden todo su sentido cuando el mercado libre los reduce a bienes que están a la disposición del mejor postor.

III

La batalla por recuperar la democracia será difícil. Nuestras libertades no nos fueron otorgadas por ningún gobierno. Se las arrancamos. Y una vez hemos renunciado a a ellas, la batalla por recuperarlas se llama revolución. Es una batalla en la que intervendrán todos los continentes y los países. No deberá aceptar las fronteras nacionales, pero tiene que empezar aquí. En los Estados Unidos. La única institución más poderosa que el Gobierno de los Estados Unidos es la sociedad civil estadounidense. El resto de los opositores al Imperio somos súbditos de naciones esclavas. No carecemos por completo de poder, ni mucho menos, pero ustedes tienen el poder de la proximidad. Ustedes tienen acceso al palacio imperial y a los aposentos del emperador. Las conquistas del Imperio se realizan en su nombre, y ustedes tienen el derecho de rechazarlas. Podrían negarse a luchar. Podrían negarse a llevar los cohetes de los arsenales al puerto. Podrían negarse a agitar las banderitas. Podrían negarse a presenciar el desfile de la victoria.


El fragmento I procede de «Enfrentarse al Imperio», discurso pronunciado en el Foro Social Mundial de Porto Alegre 2003. Y el II y III proceden de «¡Pruebe la democracia imperial instantánea! (Llévese dos botes y pague solo uno)», una conferencia que esta autora india dio en la iglesia de Riverside, Harlem, en 2003. Los textos están incluidos en Retórica bélica (Anagrama, 2003) que devolveré mañana a la biblioteca Puerta de Toledo... Si alguien lo quiere, ya sabe dónde estará.

24 de marzo de 2011

Escritos irreberentes, Juan José Hernández

Ayer le dediqué un rato a deshacer 2 de las 5 cajas de libros que he recuperado este fin de semana. Como ya conté alguna vez, mal hijo que soy, las tenía en ese trastero en que a veces uno convierte la casa de sus padres. El caso es que, mientras les buscaba acomodo y pensaba si comprar más estanterías o regalar el excedente libresco que amenaza con echarme a mí de la habitación, hojeé algunos libros que hacía años no veía.

Entre esos viejos amigos estaba este volumen de ensayos de Juan José Hernández, Escritos irreberentes (Adriana Hidalgo, 2003) que había reseñado favorablemente en la extinta revista Lea. Me había gustado, entre otras razones, por el ensayo que le dedicaba a Adolfo Bioy Casares, un autor al que no soporto. Juraría que incluso he regalado La invención de Morel para no ver el libro por casa.

El ensayo de Hernández se llama «Tribulaciones de un picaflor de La Biela» y es su lectura sobre el libro póstumo que dejó Bioy, Descanso de caminantes, donde entre otras cosas refería su agitada vida hetoresexual (es más: yo diría que lo que Borges sabía de sexo es porque se lo contaba Bioy). Además de fijarse en eso, Hernández repasa algunas omisiones o presencias políticas del dúo Sacapuntas de la literatura argentina. Ahora que vuelven a estar de moda las intervenciones militares, me dio por releer unos fragmentos.

Nota: la SADE es la Sociedad Argentina de Escritores y La Biela un café del barrio de Recoleta (algo así como el barrio Salamanca madrileño).


Alguna vez le oí decir a Adolfo Bioy Casares que él, por su educación y preferencias literarias, se sentía más cómodo en el siglo XIX europeo que en el de su época y país de nacimiento. Sin embargo, en su obra póstuma, Descanso de Caminantes, jamás emplea la palabra spleen, típica de las postrimerías del siglo que admiraba, sino la expresión tedium vitae para referirse al desencanto y acritud que lo abrumaron hacia el final de su vida.

Similar a los note-books de Samuel Butler y Somerset Maugham, el libro es una miscelánea de brevedades donde se mezclan apuntes autobiográficos y opiniones literarias; relatos de sueños y transcripciones de grafitos leídos en baños públicos y amuebladas; recuerdos de viajes y de aventuras amorosas; charlas con taxistas y citas del Santoral Romano; chismeríos mundanos y de carácter político; anécdotas familiares y versitos procaces, como esta cuarteta emblemática que el autor atribuye al seudo Vizcacha: “Mucho a las penas no atiendo/ Y en todo imito al conejo,/ Que vive alegre y cogiendo/ Hasta morirse de viejo”.

No obstante su desinterés por los conflictos sociales y políticos del momento, Bioy Casares adhirió en 1965 a una declaración de un grupo de intelectuales repudiando un comunicado de la SADE que condenaba la invasión de Santo Domingo por infantes de marina de Estados Unidos. Tanto él como su íntimo amigo Jorge Luis Borges, y algunas damas letradas (Silvina Bullrich, Susana Bombal), justificaron la invasión porque se realizaba “en nombre de la democracia y en apoyo a la OEA contra el comunismo”.

En Descanso de Caminantes no se menciona este episodio; tampoco el acto de la Biblioteca Lincoln en el que Borges dedicó su traducción de Walt Whitman al entonces presidente norteamericano Richard Nixon, “defensor de los derechos humanos y paladín de la democracia en el Continente”. Años después, el paladín sería depuesto de su cargo a raíz del escándalo de Watergate.

El adulterio gozoso y la tortura del lumbago que padece desde su juventud son temas recurrentes en Descanso de Caminantes: “Ni leo ni escribo, nada o poco hago. El centro de mi vida, es el lumbago”, se lamenta en tono de chacota.

En otro pasaje del libro, cuenta que al ojear una guide bleu de los alrededores de París, descubrió que figuraba allí la hostería Le Roi Soleil, “donde nos acostábamos todas las tardes, durante un mes, con Helena Garro”. Otra víctima de su indiscreción es Beatriz Guido, quien en una ocasión le pide un prólogo para una novela que está por publicar. Le dice que lo hará, pero si acepta acostarse con él. Y añade: “Por supuesto, escribí el prólogo”.


El texto sigué aquí, en el diario Página 12, que publicó este ensayo junto con otro del libro, «Erotismo y pornografía».

17 de marzo de 2011

España, aparta de mí esos premios, Fernando Iwasaki

A veces, los expertos y opinólogos complican mucho sus teorías sobre en qué consiste la literatura y cómo fomentar la lectura. Por suerte, Fernando Iwasaki suele responder esas preguntas de manera rotunda desde sus libros: el placer, idiota, el placer; la lectura y la escritura tienen que ver con el placer.

En su caso, sobre todo el de hacer reír de manera inteligente a los lectores (también llamados con frecuencia «clientes», esto es, gente que deja de ver la tele o de montar una estantería de Ikea por sostener un libro entre las manos). A la literatura y a los autores les iría mucho mejor si comenzaran por donde comienza Iwasaki sus historias: por el hedonismo de escribir, por contagiar ese placer. También a los lectores, si usaran mejores criterios de selección y le tuvieran menos paciencia a la mierda que se tragan por prescripción facultativa de ese hooligan insaquible al desaliento que es el marketing.

Decía Raymond Chandler en El simple arte de escribir (o así lo recuerdo yo) que las fotografías y los paratextos le predisponían contra los autores. A mí me pasa, y juraría que a mucha gente también: que si ese tiene cara de gilipollas, que si la otra va de diva, que si aquel va de intelectual, que si esta de moderna, etcétera. Con Iwasaki puedo hacer una excepción, pues la foto de la solapa es metáfora de su muy antisolemne estilo: aparece sonriente y meditando en la posición del loto... Algo, claro está, que solo puede generarme una envidia tremenda (solo llego —y con esfuerzo— al medio loto).

De los libros de Iwasaki que conozco —El libro del mal amor, rePublicanos, Neguijón y este—, lo que más me gusta es su agudo sentido del idioma, su incapacidad para tomarse en serio a sí mismo y su talento para convertir un detalle menor en una historia hilarante. De hecho, cuando abro un libro suyo, tengo la sensación de que su peruanísima prosa de apellido japonés siempre llega vestida de faralaes y con ganas de arrancarse por alegrías. Y eso se lo valoro mucho, en particular, a quienes, a pesar de su onerosa formación académica —estamos ante un historiador—, se rebelan contra la inercia de la retórica humanistico-universitaria y convierten el mundo en un lugar más festivo, en un jardín de recreo donde reírse de uno mismo.


De nacionalismo, refritos literarios y concursos

En cuanto a España, aparta de mí esos premios (Páginas de Espuma, 2009), además de divertido, me ha parecido un artefacto literario inteligente. Desde el título —recuérdese el España, aparta de mí este caliz, de César Vallejo—, todo es juego en este libro. Es más: el libro casi podría considerarse un ejercicio oulipiano a lo Raymond Queneau, pues consiste en 7 variaciones sobre un cuento cuya estructura dramática es bastante similar. Todos los relatos están divididos en secciones y una de ellas —un texto de carácter enunciativo relativo a la Segunda Guerra Mundial— se repite invariablemente en todos, aunque en una posición diferente cada vez. Y en todos los cuentos hay siempre un japonés liándola parda en algún punto de España, y siempre en temas tan identitarios como el fútbol en Sevilla, la cocina  en Euskadi o la Guerra Civil en Toledo.

A partir de la coartada del exotismo japonés, y bajo el paraguas de la mirada del extranjero, Iwasaki revisa la versión más esperpéntica de la realidad española. Si a nosotros nos parece marciano que un señor de ojos rasgados vista la camiseta del Betis en el estadio del Sevilla, a otros puede parecerles muy folclórica esa guerra civil de baja intensidad que vivimos a diario entre las llamadas «dos Españas» y que suele tener como caballo de batalla el nacionalismo. De algún modo, ese trastorno bipolar tan nuestro es el tema central del libro.
 
Asimismo, España, aparta de mí esos premios puede leerse como una crítica a la estética del refrito que alimenta la sociedad del espectáculo en que vivimos. Leyendo a Iwasaki sospecho que para él lo auténticamente posmoderno y vanguardista no es ir de gafapasta por la vida, sino ser un gafapasta y escribir una novela que deconstruya las novelas de templarios. Por ejemplo. De eso va la parodia. De eso iba Cervantes en el Quijote, y de eso parece ir, entre otras cosas, este cachondeo que se trae Iwasaki sobre nuestro hecho diferencial patrio: somos uno de los países que más premios literarios convoca en el mundo.

Lo del «España es diferente» también puede aplicarse aquí. Roberto Bolaño ya dejó escrito lo suyo sobre el asunto; pero, bueno, baste recordar que aquí no hay pueblo, diputación o asociación vecinal que se precie que no convoque su concurso literario. Un fenómeno curioso por cuanto el 50 % de la población no lee y la que lee, como mucho, promedia 2 o 3 libros al año. Además, los concursos suelen premiar relatos inéditos, es decir, libros que no pasan el filtro de editores, lectores, crítica y otros escritores, sino el de un pequeño y manejable comité. Quiero decir: esta manera de organizar el sistema literario español también explica qué entendemos por cultura —más bien industria cultural— en este país.

En fin, que así leo yo este libro, como una parodia cervantina a nuestro españolísimo síndrome premiador. Sea para dar o sea para recibir, como en la universidad o en el ejército, aquí lo importante es el título, el premio, la condecoración. Figurar. Así es como muchos soldaditos de la literatura miden su valía y desfilan por los cenáculos donde invitan a vino, tortilla y jamón. Ni público ni promotores les han de faltar, por supuesto. Eso sí, y animados por el jolgorio de este libro, tampoco les faltará quienes nos cachondeemos de ellos... Es lo que tiene ser cervantino y lector de Iwasaki.


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PD. Rescato una entrevista y una reseña sobre Inquisiciones peruanas que publicamos en su día en Teína con Fernando Iwasaki. También una entrada sobre El libro del buen amor.

11 de marzo de 2011

El Metrobus sí existe (y sube)

Ayer el consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, don José Ignacio Echeverría, demostró la altura de quienes nos gobiernan y lo despegados que viven de nuestro día a día. Este alto cargo fue capaz de asegurar, con cámaras delante y todo, que el «Metrobus no existe»: vídeo aquí. Alucina, vecina... Y eso que, imagino, él supervisa las continuas subidas que nos endilga a los usuarios del susodicho título de transporte.

Lo que me deja patidifuso del vídeo, al margen del ridículo del consejero, es que sus compañeros de partido, en vez de corregirlo en algo tan evidente y clamoroso, lo jalean y aplauden... ¿Debo deducir de esa actitud que tampoco se mezclan por el subsuelo madrileño con parias como yo?

En fin, se ve que en esto consiste la democracia: unos pueden negar la crisis económica o que el Mercado manda más que el Gobierno, el rey y el papa juntos, y los otros, en contrarréplica, pueden negar sin titubear que han votado a favor de la ley antitabaco o la existencia del humilde Metrobús. Esto va a gusto del consumidor, es decir, del votante. La cosa es negar lo que sea, no hacerse cargo de los errores que se cometen, polarizar posturas y huir hacia delante. Así estamos y así nos va.

PD. En este enlace se puede consultar la evolución del coste de este billete entre 1997 y 2010. Por mi parte, aporto solo 3 pruebas de los muchos Metrobús que guardo: uno de 7,40 € (25/10/2009), otro de 9,00 € (10/05/2010) y 9,30 € (26/02/2011). No lo hago por joder a Echevarría ni conspirar contra el PP, en serio; tan solo pasa que soy autónomo y guardo mis tiques.