18 de julio de 2013

La metafísica de las cosas

Alberto Caeiro, que a ratos era Fernando Pessoa —o al revés—, dejó escrito en uno de sus poemas inconjuntos que él había sido «el único poeta de la Naturaleza». Desconozco qué quiso decir con eso, como desconozco si a Pessoa le gustaba más tomar café en la plaza de Lisboa donde colocaron después su estatuta o si prefería, como su heterónimo, salir  de vez en cuando al monte. Yo soy más bien de lo segundo; así que, como a principios de mes, estuve en los Picos de Europa, me acordé de una antología que tengo por casa y la estuve releyendo. Todo sea por el bucolismo.

Y es que Alberto Caeiro dice en sus poemas algunas cosas que yo me pregunto cuando atravieso un bosque, asciendo a un collado camino de una cumbre o contemplo a los animales vivir en su hábitat (y no mear o cagar en la acera de mi casa). Hay días en que caminar durante 8 o 10 horas, mochila al hombro, expuesto a la intemperie y sus circunstancias, pasa tanta factura al intelecto como sentarte a leer un libro de Emil Cioran o de Thomas Bernhard.
¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?
La de ser verdes y copudos y tener ramas
y la de dar fruto a su tiempo, lo que no nos hace pensar,
a nosotros, que no sabemos tomarlos en cuenta.
Pero ¿qué mejor metafísica que la suya,
que es la de no saber para qué viven
ni saber que lo saben?
En una época en que todo lo importante parece suceder en la ciudad, perderse entre la enormidad de la naturaleza ayuda a mantener el equilibrio mental. Bajo la apariencia de rebecos que corren veloces sobre un nevero, ovejas que pastan apacibles sobre una loma o abejas que liban en las flores, la naturaleza te desliza, sibilina ella, preguntas existenciales... Y tú, admirado por su grandeza, no siempre dispones de respuestas con que salir del paso.

(Lo sé: Maurice Mäterlinck planea por aquí...)

De ahí que, ante un murallón de roca de unos 350-400 m, como los Horcados Rojos, mientras avanzas hacia él por un camino repleto de nieve en pleno julio, sea normal que pienses en la insignificancia de tu tamaño, en qué clase de metafísica practica esa mole de piedra cuya existencia es cientos de veces más rotunda que la tuya. ¿Sabe más que tú de lo real, de lo que aquí y ahora de verdad importa? ¿Qué sabe ella de ese misterio que parece envolverlo todo? Quizá sea ahí el momento de sentirse un Alberto Caeiro total.

El misterio de las cosas, ¿dónde está?
¿Dónde está que no aparece
por lo menos para mostrarnos que es un misterio?
¿Qué sabe el río de eso y qué sabe el árbol?
Y yo, que no soy más que ellos, ¿qué sé de eso?
Siempre que miro las cosas y pienso en lo que los hombres piensan de ellas,
me río como un regato que suena fresco en una piedra.
Porque el único sentido oculto de las cosas
es que no tienen ningún sentido oculto.
Es más extraño que todas las extrañezas
y que los sueños de todos los poetas
y los pensamientos de los filósofos,
que las cosas sean verdaderamente lo que parecen ser
y no haya nada que comprender.

Sí, he aquí lo que mis sentidos han aprendido solos:
las cosas no tienen significación: tienen existencia.
Las cosas son el único sentido oculto de las cosas.

No coincido con todas las apreciaciones de Caeiro en sus poemas; en ocasiones, me parece algo extremista en su espíritu pastoril (será que aún conservo genética urbana, qué va a ser). Con todo, he de reconocerle que a veces lo borda:

Cuando llegue la Primavera,
si ya me he muerto,
florecerán las flores de la misma manera
y los árboles no serán menos verdes que la Primavera pasada.
La realidad no me necesita.
Siento una enorme alegría
al pensar que mi muerte no tiene ninguna importancia.

Si supiese que iba a morirme mañana
y la Primavera iba a llegar pasado mañana,
me moriría contento, porque ella llegaría pasado mañana.
Si ese es su tiempo, ¿cuándo había de llegar sino en su tiempo?
Me gusta que todo sea real y que todo esté en orden;
y me gusta porque sería así aunque no me gustase.
Por eso, si me muero ahora, muero contento,
porque todo es real y todo está bien.

Si queréis, podéis rezar en latín sobre mi féretro.
Si queréis, podéis bailar y cantar a su alrededor.
No siento preferencia para cuando ya no pueda sentir preferencia.
Lo que sea, cuando sea, es lo que ha de ser lo que es.

*

PD. Los poemas 1 y 2 proceden de las sección dedicada a El guardador de rebaños y el 3, de la dedicada a Poemas inconjuntos, de Alberto Caeiro (a veces Fernando Pessoa), en la antología publicada por Editorial Austral en su colección Básicos. La traducción es de Ángel Crespo.

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