18 de octubre de 2013

Los bosques de Upsala, Álvaro Colomer

Unas 3000 personas se suicidan al año en España. Eso dicen las estadísticas. Y algo parecido leí en su día en la pág. 111 de Los combatientes, de Cristina Morales; eso escuché en el reportaje de Documentos TV, La muerte silenciada; y eso he recordado en la pág. 160 de Los bosques de Upsala, de Álvaro Colomer. Se dice pronto, ¿eh? Unas 3000 personas. Al año. En este país. Y, como de casi todo lo importante, apenas hablamos de ello.

Por tanto, aunque solo sea por contribuir a que el suicidio sea más visible, esta novela ya merece la pena leerla. Además, dada la profundidad del contenido y la calidad de la escritura, la experiencia estética está a la altura de lo que busca un lector exigente. Por momentos, Los bosques de Upsala me hace sentir que estoy leyendo a una suerte de Thomas Bernhard en español. Y no solo por la apuesta formal —párrafo interminable, texto discursivo, narración en primera persona, personaje obsesivo, ciertos ritornellos...—, sino por la acidez y dureza que consigue el narrador en ciertos pasajes.

(Es más, me la juego: yo diría que hay un homenaje explícito a Los malogrados, en la pág. 170, cuando dice «tamaño malogrado».)

De entre los temas que el texto pone sobre el tapete, diría que dos son los que aportan la mayor carga de profundidad. Por un lado, a través del entomólogo Julio Garrido, protagonista y narrador, nos acercamos a un punto de vista crítico con el entorno que nos rodea; según este investigador universitario, vivimos en «una sociedad que solo valora el trabajo y que desprecia, arrincona y aísla a quienes ya no son productivos». Lástima que el propio Julio tenga unas limitaciones emocionales de tal calibre que sus acciones sean inconsistentes con sus palabras. Él es el primero en no saber cómo poner coto a sus exigencias laborales tras el intento de suicidio de su esposa.

Por otro lado, la novela propone que la sociedad debería aceptar y reconocer que hay un porcentaje de población que desea morir. Sí, hay personas para quienes la realidad, por diversas razones, se vuelve tan dolorosa a diario que les resulta insoportable. Es más: incluso pierden la esperanza de que eso vaya a cambiar. En estos casos, la técnica del avestruz sirve de poco; sería mucho mejor hacer caso a los especialistas y hablar en público sobre ello. O dicho de otro modo: convendría que dejásemos de ser hipócritas y miedosos, y sobre todo de estar desinformados.

Por tanto, me animo a decir que el objetivo último de la novela es cuestionar el modelo social que hemos construido. Algo falla; no hace falta haber estudiado en Harvard para darse cuenta. Julio nos lo cuenta así mientras espera en la sala de urgencias, donde otros como él aguardan por razones parecidas noticias de los médicos:
Nunca me había parado a pensar que la ocultación de la locura es marca de nuestro tiempo, y a tenor de la tranquilidad que se respira en esta sala de espera, no puedo dejar de preguntarme cuántas personas conozco que deben medicarse en el más absolutos de los secretos por miedo a reconocer abiertamente que la vida, la vida acelerada que todos llevamos, se les ha convertido en una cosa insoportable.
Y otro personaje Juan, potencial suicida y cuñado de Julio, más adelante sostendrá que vivimos «inmersos en una sociedad plagada de depresivos, ansiosos, esquizofrénicos, bipolares y yo que sé cuántos desequilibrados más». Vivimos, y parece que no queremos darnos cuenta, —sigue Juan— rodeados de «locos con aspecto de personas normales». Uno tendería a pensar que exagera, hasta que lee en los periódicos que sí, que nadamos en la abundancia, pero de antidepresivos y ansiolíticos.

Por último, hay un detalle de la novela que me ha gustado mucho. Y es que muestra que tienes hueco en esta sociedad mientras estás sano, es decir, mientras no sufras un percance grave que te retire del mundo laboral y te convierta en dependiente. A Elena, la esposa de Julio, le da por intentar suicidarse con barbitúricos... Al margen del problemón sentimental que eso supone, Los bosques de Upsala cuenta muy bien cómo volverse dependiente descompensa el resto de aspectos de la vida de una pareja, en particular los laborales de Julio, que es quien debe mantener económicamente a los dos. Si en España es casi imposible conciliar tener hijos con el trabajo, ni qué decir si tienes un adulto a tu cargo (sea suicida o no). Álvaro Colomer no evita el choque con esa realidad y nos entrega pasajes terribles, donde Julio parece querer que Elena se suicide de una vez por todas y le deje de molestar.

En fin, he aquí una novela que nos habla de atreverse a «mirar la realidad al desnudo». Quizá así dejemos de vivir enjaulados y comencemos a sentir una pizca de amor y buen rollo alrededor. Quizá así retengamos entre nosotros a esos «ángeles ápteros» que despegan hacia el más allá en busca de una tranquilidad que no son capaces de encontrar aquí. Si construimos un entorno más amable,  favoreceremos que el instinto de supervivencia siga siendo más fuerte que el deseo de aniquilación en personas a quienes queremos y que, a veces, tienen días muy malos.


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PD 02. Y un comentario sobre otro libro relacionado con el suicidio: Amarillo, de Félix Romeo.




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