10 de mayo de 2015

Testo yonqui, Beatriz Preciado

Beatriz Preciado se autodefine en esta entrevista de TVE como un filósofo «jesuita queer transgénero de extrema izquierda». Al margen de lo bombástico de la concatenación de calificativos, a mí escuchárselo a ella —a él— me sirvió para entender mejor su libro Testo yonqui (Espasa Calpe, 2008), que el propio Preciado califica de una ficción política con ánimo de «panfleto queer». De hecho, nunca hubiera imaginado que él había estudiado Filosofía con los jesuitas de Comillas en plena época de la Teología de la Liberación, y que esa fue una influencia tan profunda que aguanta hasta hoy.

El caso es que Paul B. Preciado, nacida en 1970 como Beatriz Preciado en una típica familia conservadora de Burgos —otrora corazón de la España franquista—, es un evangelista queer en toda regla. Torrencial, irreverente, divertido a la par que ultraintelectual, siempre disidente en lo político... Quizá ese gusto por el proselitismo y el sermón a pie de calle —el activismo religioso de  toda la vida, vamos— sea parte del ramalazo jesuítico que se autorreconoce. La otra parte tiene que ver con el bagaje intelectual y la apertura mental: un anticapitalista —anti régimen farmacopornográfico, que dice en Testo yonqui— como él leyó a Marx... con los jesuitas. 

Este filósofo transgénero pansexual —Wikipedia dixit goza de un talento envidiable para entrar en tu cabeza y alborotarte todas las ideas que tengas por allí nadando plácidamente, como peces de colores en un jardín japonés. Estés a favor de lo que dice, en contra o ni siquiera sepas de qué habla, sus ideas son un sacudón de energía deconstructiva de lo más saludable. Pocos discursos, de hecho, inducen tanto a la autocrítica —a la autodecapitación, que diría ella en Testo Yonqui— como el suyo.

Lo normal... no es tan normal

Según Preciado, tenemos que generar el suficiente saber sobre quiénes somos a fin de ser capaces de desmontar los discursos que operan sobre nuestro cuerpo y nuestra subjetividad. Desde todos lados, nos ametrallan a discreción las «máquinas de producción de verdad» —museos, instituciones, leyes, industria farmacéutica, etc.—, que nos inducen a convertirnos en dóciles bioficciones políticas de los propietarios de esos discursos o de quienes saben sacar rentabilidad de ellos. Sin darnos cuenta —y muchas veces sin ni siquiera protestar—, asumimos la noción de «lo normal» que otros nos imponen sin pedirnos permiso o sin preguntar cuáles son nuestros intereses, filias, fobias... Quizá el gran motor filosófico de Preciado pueda resumirse en una pregunta: ¿qué es lo normal?

Una pregunta que comparte mucha más gente de lo que imaginamos o queremos saber. Por ejemplo, sin esfozarme mucho, me vienen a la cabeza un par de documentales paradigmáticos a la hora de cuestionar lo que la sociedad considera normal: «El sexo sentido», sobre la transexualidad infantil, y Yes, we fuck!, relativo a la sexualidad de las personas con diversidad funcional. A poco que uno, educado según un patrón heteronormativo y patriarcal al uso, se ponga a decapitar prejuicios y convenciones termina convertido en Uma Thurman en Kill Bill, además de convencido de que la  noción de normalidad es pura filfa.

Por eso, Preciado sostiene que hay un movimiento de resistencia político posible en identificar las técnicas con que otros nos inoculan su noción de normalidad, expropiárselas y usarlas nosotros para escribir —inventar— nuestra propia verdad. Él, además, sabe hacerlo con altura intelectual y con un afán lúdico anticapitalista irresistible: ningún texto es sagrado, todo canon es susceptible de ser demolido y la respuesta suele estar en los márgenes, en lo orillado —a propósito— por quienes imponen las reglas y fijan los modelos de negocio. Además, como activista coherente que es, sus palabras y acciones van de la mano, se sostienen mutuamente.

Paul B. Preciado es un antídoto perfecto para desmontar y combatir, entre otros, los discursos de la normalidad construidos a partir de la aritmética sexual de las peras y las manzanas, los insultos parlamentarios como «no tienes ni puta idea» o «cállate, bonita», el antirrevolucionario monstruo del machismo-leninismo o la ideología que emana de quienes fijan la posición de su Gobierno a partir de expresiones como «una política económica como Dios manda» o «hay que gente que quiere las cosas que quieren los seres humanos normales». En fin, que nos merecemos un país y una vida mejores, menos normales, y leer Testo yonqui puede ser una manera de empezar a conseguirlo.

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Trascribo un par de pasajes de Testo yonqui (en eso iba a consistir, en principio, esta entrada; pero al final me fui liando...). El primero explica bastante bien el planteamiento del libro. El segundo, en plan parábola jesuitico-zen, el asunto de la autodecapitación (por favorecer la lectura, he separado en párrafos lo que era un único bloque de texto).

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Este libro, heredero de las politícas de autoexperimentación de Agnes, es un protocolo de autoensayos efectuados con testosterona en gel, ejercicios de envenenamiento controlado en mi propio cuerpo. Me infecto de un significante químico marcado culturalmente como masculino: demasiado para unas, demasiado poco para otros. Para las lesbianas ya soy trans, aspiro a la masculinidad, estoy manchada de testosterona y, por tanto, he abandonado el territorio de la complicidad femenina. Para los transexuales normativos, aquellos que se identifican con las demandas médicas de cambio de sexo, soy simplemente una lesbiana que no tiene lo que hay que tener.

Vacunarse de testosterona puede ser una técnica de resistencia para los cuerpos que hemos sido asignados como bio-mujeres. Adquirir una cierta inmunidad política de género: como coger un pedo de masculinidad, estar borracha de masculinidad. Saber que es posible devenir la especie dominante. Poco a poco, la administración de testosterona ha dejado de ser un simple ensayo político y se ha convertido en una disciplina, una ascesis, un modo de resucitar tu espíritu a través del vello que crece sobre mis brazos, una adicción, un logro, un escape, una cárcel, un paraíso.

Las hormonas no son otra cosa que drogas. Drogas políticas. Como todas las drogas. En este caso, la sustancia no solo modifica el filtro a través del que descodificamos y recodificamos la realidad, sino que modifica radicalmente el cuerpo y, por tanto, el modo en el que somos descodificados por los otros. Seis meses de testosterona y cualquier bio-mujer, no una marimacho o una lesbiana, sino cualquier playgirl, cualquier chavalita de barrio, una Jennifer Lopez o una Madonna, puede volverse un miembro de la especie masculina indiscernible de cualquier otro miembro de la clase dominante.

Dos eventuales problemas: la talla, puesto que la mayoría de las bio-mujeres suelen ser más bajas que los bio-hombres, y la falta de pene. Por tanto, hablamos aquí de una codificación de género y no de sexo. Todavía no hemos dicho nada de lo que sucede en el sexo. Primera falacia desenmascarada: tomar testosterana no nos cambia de sexo; cambia (o puede cambiar, dependiendo de la dosis) el modo en el que el género es descodificado socialmente.

Segunda falacia desenmascarada: la testosterona no tiene por qué ser utilizada para cambiar de género, sino simplemente como cualquier otra droga, para modificar el cuerpo y sus afectos. Rechazo la dosis médico-política, su régimen, su regularidad, su dirección. Abogo por un virtuosismo de género: cada cual, su dosis; cada contexto, su exigencia precisa. Aquí no hay norma, hay simplemente una multiplicidad de monstruosidades viables. Yo tomo testosterona como Walter Benjamin tomaba hachís o como Freud tomaba cocaína.

Esto no es una excusa autobiográfica, sino una radicalización (en el sentido químico del término) de mi escritura teórica. Mi género no pertenece ni a mi familia ni al Estado ni a la industria farmacéutica. Mi género no pertenece ni siquiera al feminismo, ni a la comunidad lesbiana, ni tampoco a la teoría queer. Hay que arrancarle el género a los macrodiscursos y diluirlo en una buena dosis de psicodelia hedonista micropolítica.

No me reconozco. Ni cuando estoy en T., ni cuando no estoy en T. No soy ni más ni menos yo. Contrariamente a la teoría del estado del espejo lacaniano, según la cual la subjetividad del niño se forma cuando este se reconoce por primera vez en su imagen especular, afirmo que la subjetividad política emerge precisamente cuando el cuerpo/la subjetividad no se reconoce en el espejo. Experimenté por primera vez esta sensación después de una operación de reconstrucción de mandíbula a la que me sometí, por prescripción médica, cuando tenía dieciocho años. Es fundamental no reconocerse. El des-reconocimiento, la des-identificación es una condición de emergencia de lo político como posibilidad de transformación de la realidad.

La pregunta que Deleuze y Guattari se hacen en El Antiedipo en 1972 nos sigue quemando la garganta: «¿Por qué las masas desean el fascismo?» No se trata aquí de oponer la política de la representación y política de la experiencia, sino mas bien de tomar conciencia de que las técnicas de representación política implican siempre programas de producción de subjetividad corporal. No estoy optando aquí por la acción directa frente a la representación, sino por una política de la des-representación, una política de la experiencia que no confía en que la representación como externalidad pueda aportarle verdad o felicidad.

No me queda más remedio en esta tarea de terapéutica universal que inicio a través de estas contenidas dosis de testosterona y escritura que convenceros a vosotros, a todos, que sois como yo y no la inversa. No os voy a decir que yo soy igual que vosotros, que me dejéis participar en vuestras leyes, ni que me reconozcáis como parte de nuestra normalidad social. Sino que aspiro a convenceros de que vosotros sois en realidad como yo. Estáis tentados por la misma deriva química. La lleváis dentro: os creéis bio-mujeres, pero tomáis la píldora, bio-hombres, pero tomáis Viagra, sois normales y tomáis Prozac o Seroxat en espera de algo que os libre del tedio vital; estáis chutados a la cortisona, la coca, la ritalina o la codeína. Vosotros, todos, sois también el monstruo que la testosterona despierta en mL.


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DECAPITAR LA FILOSOFÍA

Hace años le pregunté a un maestro budista jesuita qué era la filosofía y cómo sabría un día si estaba filosofando. Me respondió contándome una fábula: un joven aspirante a la filosofía sube una montaña acompañado de su viejo maestro. Caminan juntos por una ruta sinuosa y empinada que bordea la montaña y se cierne al borde de un precipicio. El maestro le ha prometido a su discípulo que antes de llegar a la cumbre le será ofrecida la posibilidad del entendimiento y se le abrirá la oportunidad de comenzar la tarea de la filosofía. Le ha advertido que la prueba será dura. Pero el discípulo ha insistido.

La ascensión es ardua y el joven empieza a desesperar. Han caminado durante horas y están a punto de llegar a lo más alto, cuando, de repente, el maestro saca una cuchilla voladora de su mochila y la lanza hacia al vacío sacudiendo ligeramente la mano. La hélice se vuelve pequeña mientras se aleja hacia las nubes y crece mientras vuelve hacia los dos hombres, el ruido se hace más intenso hasta que la cuchilla viene a cortar de un tajo impecable la cabeza del maestro. La sangre salpica la cara del discípulo, que observa la escena estupefacto: la cabeza límpidamente seccionada, los ojos despiertos, rueda por una de las laderas de la montaña, mientras el cuerpo, con los brazos aún agitados, se desliza por el otro lado hacia el precipicio.

Sin siquiera tener tiempo para actuar, el discípulo se pregunta si debe correr por un lado de la montaña para recoger la cabeza o por otro para recoger el cuerpo. Sabe que no tiene respuesta. Su maestro le ha ofrecido el regalo de la filosofía. Elegir entre la cabeza y el cuerpo. Autoseccionarse la cabeza. Poner a distancia de sí su propio cuerpo. Hacer la experiencia de la separación. Hasta ahora en Occidente hemos creído que el filósofo es una cabeza pensante (por supuesto, un bio-hombre que, al dejar aparentemente de lado su cuerpo, hace la economía de su polla y toma la posición universal) .

Pero en la fábula budista la segunda posibilidad es igualmente válida que la primera: correr del lado del cuerpo, forzar, a lo Artaud, al cuerpo a producir texto. Dos vías irreconciliables: una cabeza autónomamente mecanógrafa, que no necesita de manos para escribir; o un cuerpo decapitado que produce, como por supuración, una anotación inteligible. He aquí el desafio y la tentación para todo filósofo: correr detras del cuerpo o de la cabeza.

Pero ¿[y] si la respuesta fuera el acto mismo del maestro? Si la posibilidad de la filosofía residiera no tanto en la elección entre la cabeza y el cuerpo, sino en la práctica lúcida e intencional de la auto-decapitación? Al empezar este libro administrándome testosterona (en lugar de comentando a Hegel, Heidegger, Simone de Beauvoir o Butler), he querido decapitarme, cortar mi cabeza modelada con un programa cultural de género, seccionar una parte del modelo molecular que me habita. Este libro es la huella que deja ese corte.

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PD. Por si alguien se queda con ganas de más, enlazo esa entrevista que le hizo en su día Alejandro Jodorowsky, la conferencia «¿La muerte de la clínica?» que dio en el Museo Reina Sofía y la conferencia «El burdel del estado». Más Beatriz Preciado, en Diagonal.

PD jesuítica. Hay un papa jesuita que acaba de ser noticia por haber concedido una audiencia a una persona transexual, Diego Neiga, o que se ha preguntado en público sobre quién es él para juzgar a los gais. Y, sin embargo, ese mismo papa jesuita le niega el sacerdocio a las mujeres y parece haber puesto en el mismo saco las armas nucleares y la teoría de género (esto último se lo escuché también en la radio a Mané Fernández, coportavoz de la Federación de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales).

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