4 de octubre de 2015

Estilo rico, estilo pobre, Luis Magrinyà (2)


Esta reseña sobre Estilo rico, estilo pobre (Debate, 2015), de Luis Magrinyà, comenzó la semana pasada y, salvo causas de fuerza mayor, terminará con esta entrada.


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El diálogo y la socorrida gestualidad de cartón piedra

Además de las disquisiciones alrededor de la traducción, el otro eje temático que me ha interesado es el novelístico. En particular, los apartados dedicados a eso que llama Luis Magrinyà —y con acierto— la «carpintería de los diálogos». Se nota que ha tenido que leer, por obligación, toneladas de mala prosa y que, primero por divertirse un rato y luego por sistematizar sus apreciaciones, ha terminado elaborando su propia casuística de horrores estilísticos.

Así, Magrinyà destripa con ironía y precisión ese momento en que el autor siente la imperiosa necesidad de subrayar con algún tipo de gesto lo que el personaje acaba de decir. En el mejor de los casos, eso sucede entre línea y línea de diálogo; en el peor, en la atribución. Casi invariablemente, ese gesto pertenece a una suerte de catálogo que un Ikea literario ha dejado en el buzón de cientos de narradores y narradoras. Tanto es así que, si nos lo propusiésemos —y esto corre por mi cuenta—, podríamos elaborar un listado de referencias:
  • Atrib_01: sacudir la cabeza
  • Atrib_02: asentir / negar con la cabeza
  • Atrib_03: encogerse de hombros
  • Atrib_04: fruncir el ceño
  • Atrib_05: chasquear la lengua
  • Atrib_06: enarcar las cejas
  • Atrib_07: morderse el labio
  • Atrib_08: reírse, sonreír, esbozar una sonrisa...
  • Atrib_09: esbozar una media sonrisa
  • ...
Es más: siguiendo las acotaciones de Magrinyá, podríamos establecer algunas variantes. ¿Por ejemplo? El amplio y «cansino surtido de verbos» con que los textos con aspiraciones literarias suelen salpimentar todo cuanto esté relacionado con la vista:
... mirar fijamente, levantar o bajar la vista o los ojos o la mirada, con hacia o sin hacia, escrutar, escudriñar, contemplar, lanzar o echar, o dirigir o clavar o fijar una mirada, etc.
Un listado al que yo añadiría un par de referencias: echar fuego por los ojos y humillar la mirada. También la gastadísima metáfora poner los ojos como platos. Ah, y ya que estamos, que decía el fontanero, un clásico: la mirada torva (que incluiría variantes tan desopilantes como lo/la miró torvamente, le lanzó una mirada torva, etc.), una de esas expresiones que nadie dice cuando habla con sus amigos, nadie sabe exactamente qué significa y que solo aparece en las novelas.

Como señala Magrinyà, la frecuencia con que encontramos ese tipo de palabrerío en la literatura nos indica dos cosas. Por un lado, un miedo común:
Para este tipo de narración, entre una línea de diálogo y la siguiente, o entre partes de la misma alocución, parece que hay como un abismo espantoso. Abrumados, y a la vez envalentonados, por el horror vacui, los narradores se apresuran a llenarlo, uno diría que la mayoría de las veces con los ojos cerrados. Porque qué curioso, ¿no?, que siempre lo llenen con las mismas cosas.
Por otro, tras tanto fuego artificial, podemos ver «un índice harto significativo de lo que muchas veces se entiende por narración». Vamos, que el concepto de literatura de algunos se parece a la típica imitación de un español que, para hacerse el argentino, cree que alcanza con decir a todas horas boludo y sheshearlo todo (o a la inversa: un argentino que reduce lo español a una voz nasal y troglodita que dice hostia, puta, joder, tío).


Decir: un verbo tabú 

El capítulo «Los verbos parlanchines» es uno de esos que cualquier escritor o escritora novel debería estudiar antes de presentar su manuscrito en cualquier editorial seria. (Por ahorrarse algún sofoco más que nada, digo). A la hora de construir un diálogo, un idioma tan rico en verbos como el español sufre todo tipo de experimentos cuando alguien se obsesiona con evitar la repetición del verbo decir y confunde el diálogo en una narración con el de un texto teatral. Aparecen entonces las más variopintas y coloridas atribuciones de diálogo. Con el permiso de Magrinyà, me animo a separarlas en al menos dos familias: las zoológicas y las decibélicas.

Las primeras, como su nombre indica, recogen la fascinación del ser humano literario por tomar un sonido animal y convertirlo en verbo de habla. La colección de ejemplos que recoge Magrinyà roza lo hilarante: un librero de Ruiz Zafón que ruge, un militar de Isabel Allende que ladra, un intruso de Leopoldo Azancot que muge...  Y así hasta llegar al infantable personaje que brama (pese a no ser un toro, claro). Ah, tampoco faltan atribuciones donde, para no decir, se prefiere relinchar o rebuznar. Vamos, que, en breve, alguien se animará y hará que, por fin, los camareros zureen o que las peluqueras crotoren. Todo es ponerse (además, graznar ya está muy visto...).

La segunda familia incluye el espectro completo del medidor acústico con el que la policía viene a comprobar si tu fiesta privada molesta al vecindario. Es decir: abarca desde bisbisear y susurrar hasta chillar o desgañitarse, y pasa por decibelios —y vocalizaciones— intermedias como mascullar, escupir —palabras, se entiende—, espetar, increpar o imprecar. Todo sea por aclarar lo que, si estuviera bien contado, debería desprenderse de lo que el texto está narrando y cómo nos lo está narrando. Por cierto, dentro de esta familia, merecería mención aparte el uso incorrecto, desde el punto de vista gramatical, de los verbos interrogar y preguntar.

En conjunto, Magrinyà muestra que para muchos lectores, escritores y editores la literatura es, sobre todo, aquello que suena a literatura. O dicho de otro modo: identifican la literatura con la utilización de un determinado campo semántico, no con una apuesta estética y política de alguien que tiene algo que decir y se sirve de esa disciplina artística para contárselo a su comunidad. Ojo: nadie discute que bramidos, relinchos y bisbiseos sean un punto de partida en el aprendizaje; otra cosa es cuando eso se convierte en hábito y  convencimiento de que el cartón piedra es pura sofisticación literaria. Eso podría caratularse, siguiendo a Andrés Ibáñez, como «prosa leprosa».


El lenguaje literario como invención

Uno de los grandes momentos de Estilo rico, estilo pobre tiene que ver con tres verbos: tamborilear, perlar y tintinear. Según Magrinyà, estos verbos solo existen en los libros y nadie —o casi— sabe qué significan a ciencia cierta. Eso sí, aparecen con frecuencia porque envuelven la narración en un aire prestigioso, culto, literario (en el peor sentido del término, digo). Magrinyà afirma incluso que estas palabras, y las expresiones que la tropa narrativa amartilla con ellas, no tienen una «correspondencia con un estado real de la lengua».

La demostración, a golpe de ejemplo, es desternillante. Así, unos escriben tamborilear sobre el abdomen, otros prefieren la opción tamborilearán los dedos y tampoco falta quien teclea tamborileará una canción. Es más: los hay que sostienen que son su corazón, sus ojos o la lluvia los que tamborilean. Inaudita tanta variedad gramatical y dispersión semántica, ¿verdad? ¿A que nadie tiene un problema similar con verbos como robar, mentir o beber? Pues de eso va, en no pocas ocasiones, lo que algunos y algunas se ufanan por llamar tener estilo.

Algo similar argumenta Magrinyà sobre perlar. Al parecer, este verbo es un galicismo que introdujo Rubén Darío en Prosas profanas y otros poemas y que, en teoría, debería significar 'bordar, hacer un trabajo primoroso'. Es decir: cualquier cercanía con el sudor que perla tantas frentes de personajes literarios es mera distorsión del original (o «derivaciones creativas», como ironiza Magrinyà). De hecho, Darío usó ese invento suyo para construir uno de sus típicos versos aéreos
La orquesta perlaba sus mágicas notas;
un coro de sones alados se oía...
Por su parte, tintinear debería servir solo para campanillas, copas y objetos frágiles... Sin embargo, por alguna extraña razón, el verbo ha adquirido prestigio poético y, a decir los textos que menciona Magrinyà, ha terminado sirviendo para que tintinee cualquier otra cosa menos las originales y genuinas; vamos, que ahora tintinean la sangre, la duda, la risa o hasta unas castañuelas (sí, esas que más bien castañetean).

Para una futura segunda partte o ampliación del libro, sugiero que haya una sección para el verbo titilar. Yo diría que cumple condiciones parecidas: tiene rango de prestigioso y poético, y muchos se desesperan por utilizarlo sin tener muy claro qué significa o si viene a cuento. Hoy no se puede aspirar a ser literato si antes no se ha hecho titilar en algún texto, qué sé yo, estrellas, luces de neón, el corazón, lo que se preste.


La maldita aspiración a ser matizados

Las 250 páginas del libro de Magrinyà abarcan otros detalles que no caben en esta reseña (por muy doble que sea): el estilismo preposicional, los problemas verbales que acarrea el coito literario, la propensión a utilizar ciertos plurales... En fin, como suele decirse, quien quiera saber más que lea el libro. Y que discuta con él, que no todo lo que asegura el autor tiene por qué ser así (o tan así como dice).

Yo, por ejemplo, tengo mis dudas sobre que lugar sea tan impropio como lo pinta Magrinyà en el capítulo dedicado a los hiperónimos. Quizá lo esté malinterpretando y no hablemos de lo mismo, pero no dejo de pensar que el Quijote empieza «en un lugar de la Mancha» o que uno de los complementos circunstanciales más habituales es el de lugar. Algo similar me sucede si pienso en otras expresiones, como «unidad de lugar», «lugar común» o «encontrar tu lugar en el mundo». Quiero decir: no termino de ver que todo sea influencia del inglés.

Pero, vamos, esas son cuestiones menores: me quedo con la capacidad de Magrinyà para estimular la duda y hacerte pensar sobre aquello que la costumbre, la pereza o la desinformación te habían llevado a ver como normales. En cualquier caso, por encima de tal o cual palabra o expresión, Estilo pobre, estilo rico también merece la pena por las consideraciones sobre el estilo que intercala su autor, algo que adquiere relevancia en tanto en cuanto Magrinyà es uno de los escritores de referencia de su generación.

Su punto de vista puede resumirse en dos pensamientos: «... uno de los errores comunes del estilista es crear oposiciones allí donde no las hay» y el estilo consiste «en la identificación de lo prescindible». En general, los autores profesan una solidaridad ciega con aquello que escriben, es decir, creen firmemente que todas las palabras están en el texto por algo (aunque ni ellos mismos tengan claro el porqué). De ahí que se dejen llevar muchas veces más por criterios subjetivos que objetivos:
La aspiración a ser «matizados», intensos, precisos, exactos, nos lleva a creer que hay palabras o expresiones que definen «exactamente» una realidad, cuando en la lengua la única relación exacta que puede haber es entre palabras y palabras, entre convenciones y convenciones.
La trampa, por tanto, suele estar en el matiz. Y vale la pena pensar en eso porque, a decir de Magrinyà, ahí está encerrado el secreto del estilo rico y del estilo pobre.

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