20 de marzo de 2016

Dos años entre los hielos (1901-1903), José María Sobral



José María Sobral fue el primer argentino que llegó a la Antártida. Lo hizo allá por 1902 y, además, lo hizo de casualidad, de la manera menos planificada —y más argentina— que pueda imaginar uno. Su cuaderno de apuntes sobre aquella expedición, Dos años entre los hielos (1901-1903), es una delicia para quienes gustan de los relatos de viajes, en particular de los polares.

Conocí este libro gracias a Alejandro Winograd, quien dirigía la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo de Ushuaia, y quien más adelante me daría la oportunidad de trabajar en uno de los libros de esa colección. En su momento, reseñé de manera extensa —muy en mi estilo— el libro de Sobral en la revista Teína y luego, de forma más breve, en la revista APM.

La semana pasada encontré una carpeta en el disco duro con algunos artículos antiguos, así que, antes de volver a perderlos, aprovecho y los pongo a salvo en el blog. De paso, claro está, me entrego a la nostalgia de reencontrarme con mis andanzas rioplatenses (este artículo es de 2007). Por cierto, muy recomendable el estudio preliminar de Jorge Rabassa para esta edición del libro.

Nota. Salvo por algunos ligeros cambios ortográficos y de estilo, reproduzco tal cual el artículo como lo escribí para la revista APM. Las fotos proceden, si mal no tengo anotado, de este artículo de la Fundación Marambio, dedicada a difundir información antártica. Tampoco está de más, recordar que existe un documental, Atrapados en el fin del mundo, de Eduardo Sánchez, que habla de esta expedición.

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Cuando la juventud se vuelve un violento anhelo por conocer

La Marina argentina avisó al alférez José María Sobral de que se iba a la Antártida con un grupo de científicos suecos dos días antes de que la expedición partiese. Él no hablaba idiomas y ni siquiera sus superiores sabían qué clase de ropa necesitaba para semejante viaje; aun así, y con la inocencia propia de los 21 años, aceptó la misión y se fue rumbo al sur. El barco que debía recoger a los expedicionarios naufragó, lo que obligó a Sobral a convivir casi dos años con otras cinco personas en apenas 24 metros cuadrados. El alférez regresó convertido en un científico que hablaba sueco y que tenía el futuro por delante; sin embargo, la Marina le impidió combinar el ejército con los estudios, y debió irse para estudiar a Suecia. Allá es un héroe; acá permanece casi en el olvido.

Rubén A. Arribas

El 19 de diciembre de 1901, una expedición científica llegó a Buenos Aires a bordo del Antarctic. Al mando del barco estaba el capitán Larsen, un lobo marino que ya había surcado las heladas aguas australes en 1892. Por parte de los hombres de ciencia respondía Otto Nordenskjöld, un geólogo de la Universidad de Uppsala (Suecia) que deseaba invernar en la Antártida para realizar observaciones magnéticas, geológicas y paleontológicas. Buenos Aires era un punto intermedio entre Suecia y el Polo Sur donde aprovisionarse y descansar un par de días. No más que eso.

A cambio de ayuda y de apoyo logístico, Nordenskjöld le había ofrecido al Gobierno anfitrión que se incorporara un argentino al viaje. El trato era que la expedición sueca lo llevaría hasta la Antártida, lo convertiría en el primer argentino en pisarla y después lo mandarían de vuelta con el capitán Larsen. Por supuesto, ningún mando argentino se acordó del acuerdo con el científico sueco hasta que este llegó al Río de la Plata. Entonces, Betbeder, el ministro de la Armada, pidió que el argentino elegido también invernara con la expedición sueca... Faltó poco para que Nordenskjöld retira su ofrecimiento: además de que la Marina argentina ni siquiera había previsto a quién enviaría, tampoco sabía qué necesitaba esa persona para sobrevivir en el Polo Sur.

Con todo, la mezcla de improvisación y suerte argentina triunfó sobre cualquier intento de planificación escandinavo. Ese mismo día 19 de diciembre, llamaron desde el ministerio al joven alférez de marina José María Sobral (21) y le dieron la orden de que empacase: tenía dos días para realizar los preparativos y embarcar. El Antarctic zarpaba el 21 de diciembre, con la entrada del verano austral.

Por lo que da a entender Sobral en su diario, ni Betbeder ni la Marina sabían adónde enviaban al gurisito de Gualeguaychú. Al respecto, Sobral anotó lo siguiente en Dos años entre los hielos (1901-1903):
No tenía a quién preguntarle lo que yo debía llevar, y solo sabía que precisaba ropas muy abrigadas, y estas no las encontraba. No había en Buenos Aires ropas para usar en el país al que me dirigía.
En otras palabras: lo mandaron de compras por la ciudad y la única indicación que le dieron es que se llevase la campera más gruesa que encontrara. Desde luego, Scott o Shackleton hubiesen declinado convertirse en héroes universales en estas condiciones. Por suerte, los suecos primero abrigaron al muchacho y después lo ayudaron a que confeccionase su ropa con pieles. Y ya que estaban, le enseñaron sueco y ciencia. En ambos aspectos, Sobral fue un alumno modélico.

Buenos Aires – Malvinas – Snow Hill

Antes de llegar a destino, el Antarctic realizó dos paradas técnicas: una en las islas Malvinas y otra en la isla Observatorio. En Port Stanley (Puerto Argentino), Nordenskjöld compró perros para sustituir a los canes groenlandeses que habían muerto durante el paso del Ecuador, demasiado tórrido para ellos. En la isla Observatorio —adyacente a la isla de los Estados—, visitaron las obras del observatorio científico que estaba construyendo la Argentina. Después acometieron el cabo de Hornos y el temible pasaje Drake.

En Ushuaia, muchos mapas registran la cantidad de hundimientos producidos en los 900 km que separan Tierra del Fuego de las Islas Shetland del Sur. Cruzar el turbulento pasaje Drake equivale a 48 horas de vientos huracanados, olas de 8 metros, tormentas inolvidables, corrientes traicioneras y casi cualquier otro ingrediente romántico necesario para dotar la epopeya de un final trágico. Hoy los cruceros comerciales realizan un trayecto similar al del Antarctic, pero en una caja blindada por la tecnología vía satélite... Aun así, la gente vomita hasta los intestinos y tiene arrebatos místicos. Por eso mismo, cabe imaginar lo agitada que debió de ser la travesía de Sobral y sus compañeros si tenemos en cuenta que navegaban en un humilde barco ballenero alimentado a carbón.

Sin embargo, Sobral ya había dado la vuelta al mundo como cadete en la fragata Sarmiento, así que apenas tomó notas sobre la disminución de la temperatura del agua o sobre si hubo un poco de marejada y fuertes rolidos. Nada de eso era novedoso para él. Para él, lo impactante fue ver el primer témpano de hielo de su vida o degustar el guiso de pingüino. En ese sentido, su diario polar es una cronología de sensaciones nuevas y descubrimientos inesperados.

Ya en la Antártida, en un lugar llamado Snow Hill, la expedición descendió del barco. Como estaba previsto, Larsen y sus marineros regresaron a un lugar con agua caliente, bares y seres humanos, mientras que los científicos —Nordenskjöld, Bodman, Jonassen, Åkerlundh, Ekelöf y Sobral— prepararon el campamento antártico. El plan era que el capitán Larsen regresaría a recogerlos poco antes del verano siguiente, tras el deshielo de las aguas australes. Corría entonces febrero de 1902.

Que alguien rescate a los rescatadores

En principio, en Snow Hill, todo fue como estaba planeado: observaciones, recogida de fósiles, excursiones, convivencia... Hasta que llegó el verano y resultó que el capitán Larsen y su barco no asomaban por el horizonte. El alférez Sobral consignó en la entrada de su diario del 21 de diciembre de 1903 —un año después de haber partido de Buenos Aires— que se encontraba más desanimado que nunca, y recordaba así el día que zarparon desde Argentina:
He leído muchas relaciones de viajes polares: no recuerdo haber leído la descripción de una partida tan triste, sin despedida, sin adioses, como la nuestra; ninguna mano que agitara su pañuelo, ninguna voz de «buen viaje»; el Antarctic salió acompañado por el silencio que solo puede igualar al de las regiones a las que se dirigía; mi alma de argentino se sintió herida por tanta indiferencia y mi corazón conmovido, lleno de tristezas al dejar la patria; al dejarla sin que nadie pronunciara una palabra de aliento, algo que sirviera de estímulo y sostén en el momento doloroso. Deseo olvidar esas tristezas.
Ya entrados en 1903, los expedicionarios asumieron que afrontarían un segundo invierno antártico en su cabaña de 24 metros cuadrados, al pie de un glaciar. Sin embargo, invernar de nuevo no era el peor de sus pensamientos; lo que de verdad temían Sobral y sus compañeros era que el Antarctic se hubiera hundido cuando venía a recogerlos. Por desgracia, estaban en lo cierto.

Eso sí, el capitán Larsen y 19 de sus marineros lograron saltar a una placa de hielo a la deriva y refugiarse en la isla Paulet. Con todo, la desgracia solo había comenzado: tres de los hombres de ese grupo —Andersson, Duse y Grunden— habían descendido antes para explorar la zona y quedaron aislados debido a que la placa de hielo se rompió. Conclusión: quienes debían rescatar a Sobral y compañía estaban divididos en dos grupos y se habían convertido a su vez en náufragos.

Nordenskjöld, supongo

Lo que sucedió después pertenece al terreno de lo increíble. Como Stanley y Livingston en Tanzania en 1871, los tres grupos escandinavos perdidos en la Antártida se encontraron. El primer encuentro se produjo el 12 de octubre de 1903, en la parte norte de la isla de James Ross. Allí, Andersson, Duse y Grunden —que  habían construido una tienda de campaña con rocas y pieles de focas y pingüinos— se toparon con Nordenskjöld y Jonassen, quienes estaban de excursión por la zona. La alegría del encuentro trajo aparejada la congoja por la noticia del hundimiento del Antarctic: después de tantos meses sin noticias de ellos, se dijo Nordenskjöld, el capitán Larsen y los suyos debían de haber muerto.

Sin embargo, la vida sabe cómo superar cualquier ficción. Francisco Moreno —alias el Perito Moreno—, amigo de Nordenskjöld, como estaba preocupado por la falta de noticias de la expedición, visitó al ministro Betbeder y le pidió que enviase un barco al sur. Este al principio se negó, pero terminó cediendo. Así, el 8 de octubre de 1903 zarpó desde Buenos Aires la corbeta Uruguay, capitaneada por Julián Irízar. Comenzaba de este modo la primera acción argentina oficial en la Antártida.

El orgullo de ser argentino

El 7 de noviembre, la corbeta Uruguay ya estaba en la isla Seymour. Y, según llegó a la isla, encontró de casualidad a un par de suecos que dormían en una tienda de campaña... Eran Åkerlundh y Bodman, del grupo de invernación de Sobral, que habían salido a buscar fósiles. Los dos suecos guiaron a Irízar hasta el campamento base y, al día siguiente, el capitán argentino llegó a Snow Hill, donde estaba el alférez. Si hubo un momento importante en la vida del entrerriano, fue este. Patriota como era y desanimado como estaba por la situación, ver que un argentino salvaba aquella expedición lo emocionó:
El día 8 de noviembre [de 1903], día memorable para nosotros lo mismo que para todos los argentinos, porque en ese día se consumó uno de esos hechos que dejan huellas en el corazón de los que en él actúan y recuerdo imperecedero en la mente de los que oyen su relato.
De todos modos, la alegría era incompleta: faltaban el capitán Larsen y sus marineros. ¿Qué había pasado con ellos? Como si de una novela de Joseph Conrad se tratase, el capitán del barco supo orientarse en plena Antártida y, con una pequeña embarcación a vela y remos, halló dónde estaba Snow Hill. Él y los suyos llegaron la noche de ese 8 de noviembre, cuando Irízar, Sobral y los suecos planeaban cómo buscarlos. Al día siguiente, la corbeta Uruguay regresó a Buenos Aires. A la llegada, el 2 de diciembre, esta vez sí hubo confeti, banderas, distinciones y agasajos.


Hogar, no siempre dulce hogar

De nuevo en casa, Sobral publicó su diario de viaje y quiso ampliar sus conocimientos en geología y petrografía. Sin embargo, el ejército rechazó esta actividad simultánea y debió pedir la baja. Invitado por Nordenskjöld, se marchó a estudiar a Suecia, donde se convirtió en una eminencia científica. Después regresó al país, trabajó como director de Minas y Geología y publicó libros científicos. Incluso tuvo nueve hijos (cinco argentinos y cuatro suecos). Con todo, nada de eso le sirvió para ocupar un lugar en el olimpo de los próceres argentinos.

El jovencísimo José María Sobral regresó de donde otros más famosos y heroicos perecieron. De hecho, su gesta rayó a la altura de las hazañas de los más grandes viajeros (polares o no). ¿Y qué recibió cambio? Poco o nada. Mientras que Fitzroy, Humbold o Bonpland dan nombre a calles de Buenos Aires, Sobral ni siquiera recibió ese reconocimiento. En Suecia, al menos, se dignaron llamarle Sobralit a un mineral nuevo.

3 comentarios:

  1. Señor, mi abuelo hablaba dos idiomas; francés e inglés, antes de ir a La Antártida. Su artículo deja mucho que desear. Infórmese bien.Está relatando un hecho histórico. No es un cuento.

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  2. Mi abuelo sí hablaba dos idiomas; Francés e Inglés. No borre el comentario que hago.

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  3. Le agradezco su interés por leer un artículo que publiqué hace 12 años, cuya primera escritura se remonta incluso más atrás y que rescaté en este blog hace tres. No es una disculpa, pero los contextos son importantes: lo que es cotidiano para usted está lejos en el tiempo para mí. En cualquier caso, trataré de responderle lo mejor posible.

    Si usted dice que su abuelo hablaba inglés y francés antes de partir en 1901 a la Antártida, le creo. Reconozco mi error y le agradezco el dato. Eso sí, en vez de enfadarse conmigo —humilde reseñista de un libro—, quizá podría preguntarse de dónde viene mi error de lectura, ¿no?

    Usted presupone dejadez en mi texto... Sin embargo, desconoce las horas que dediqué a escribirlo cuando su abuelo ni era tan conocido ni Internet era lo que es hoy. La 1.ª versión de este artículo se remonta a 2005 y lo escribí 'ad honorem' para la revista cultural 'Teína', una publicación hispanoargentina gratuita. El objetivo era contar de manera fresca el deslumbramiento que había supuesto para mí leer 'Dos años entre los hielos'. En la revisión que me pidieron para 'APM' , el objetivo fue el mismo. Con mis errores, quiero decir, hice periodismo cultural (no investigación histórica).

    He releído por encima el libro para ver por qué puse que su abuelo no hablaba idiomas. En la introducción veo, por ejemplo, que Jorge Rabassa habla de un joven guardiamarina de 21 años al que define como «entusiasta, valiente, corajudo, agradable y sencillo». Me parece que en ningún momento dice que sea bilingüe, un dato relevante a la hora de relacionarse con una expedición sueco-noruega... Recordemos que hablamos del año 1901.

    Lo que sí dice Rabassa en su estudio es que «Sobral utilizaba todo su tiempo libre para aprender sueco, siendo Bodman su maestro; a su vez, Sobral le enseñaba castellano. Ambos utilizaban toda la literatura disponible en ambos idiomas, incluyendo periódicos satíricos de la época. Sus conversaciones eran consideradas muy graciosas por el resto del grupo». No menciona nada sobre el francés o el inglés.

    En el diario de Sobral, leo anotaciones como «en el idioma de mis compañeros [almuerzo] se llama 'frukost', y se compone de fiambre, té o café, cocoa y un plato». Hay apuntes similares sobre palabras como 'kväll', 'middag' y otras. Además, cuando menciona palabras en inglés, parece estar aprendiendo también ese idioma, así sucede cuando refiere que el 'pack' abierto se da si los «pedazos de hielo no se tocan» o cuando explica que determinado brillo se llama 'iceblinck' en inglés, pero 'isblinck' en sueco. Quizá debería haber inferido que normalmente se comunicaban en inglés... Con todo, convengamos, que el texto no parece claro al respecto.

    Asimismo, me sorprende su interpretación de mi error... Lo que yo encuentro un mérito increíble —no hablar idiomas y viajar en una expedición científica a la Antártida— usted lo lee como un desprecio. Antes de leer 'Dos años entre los hielos', yo había sido estudiante unos meses en Austria y no hablaba bien alemán, así que simpaticé mucho con su abuelo en ese aspecto: lo imaginé rodeado de gente que hablaba en un idioma indescifrable y realizando el esfuerzo por aprenderlo lo más rápido posible (cosa que hizo, por cierto). Ni más ni menos.

    Por último, respeto que opine que mi texto «deja mucho que desear». Eso sí, déjeme decirle que en 2005 a los editores del Museo del Fin del Mundo —Alejandro y Santiago— les gustó tanto que me invitaron a participar en un libro de un viajero español que iban a publicar en la colección Reservada (la misma donde está el libro de su abuelo...). Tan horrible no debe de ser, vaya. Además, he perdido la cuenta de cuántos amigos y amigas argentinos han conocido la existencia de su abuelo a través de mi artículo. En fin, errores aparte, diría que este cumple con su propósito principal: transmitir la alegría y admiración que me produjo leer el diario de José María Sobral.

    P.D.: no borré sus comentarios: me escribió en agosto, ¡en pleno verano español!

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