5 de junio de 2016

El lado vacío del corazón, Erich Hackl (parte II)


[ La 1.ª parte de esta reseña puede leerse aquí. ]

La historia que nos cuenta El lado vacío del corazón (Periférica, 2016) abarca tres generaciones de una familia austriaco-alemana, los Salzmann, a lo largo del siglo XX. Eso, que podría parece un típico planteamiento para mil páginas de novela rusa decimonónica, ocupa, sin embargo, poco más de 170 en manos del sobrio y conciso Erich Hackl.

De hecho, este escritor austriaco tiene tal capacidad para condensar la información —y yo tal incapacidad para resumir una historia tan arborescente y con tantas aristas— que la mejor síntesis del argumento que puedo hacer es la que él dio en esta entrevista en ABC:
«El lado vacío del corazón» trata de los Salzmann, una familia austriaco-alemana que no era judía pero que tenía relación con los judíos y que, debido a la militancia comunista del patriarca, fue perseguida por el nazismo en los años treinta y cuarenta. La historia alcanza hasta la generación del nieto, Hanno, quien, como efecto tardío de la muerte de su abuela en el campo de concentración de Ravensbrück, sufre acoso laboral en la oficina de la Seguridad Social donde trabaja. Un caso terrible: no sólo no hubo consecuencias, sino que el acosado fue despedido.
Aclarado eso, solo falta añadir que los personajes de la foto de la portada son Hugo Salzmann y Juliana Sternad, quienes posan junto al único hijo que tuvieron, Hugo júnior. También que esa es la foto de una familia como tantas otras de la época: personas humildes, criadas en pueblos pequeños y que se abrieron paso en la vida gracias a trabajar con dedicación en oficios modestos. Una familia obrera y aria, impecablemente aria. También, para su desgracia, impecablemente obrera.


Hugo, el activista político

A sus 26 años, el tornero metalúrgico Hugo Salzmann se convirtió en el edil más joven de Kreuznach, un pequeño pueblo alemán. A la mayoría de sus vecinos, la noticia les pareció estupenda: hasta quienes no lo habían votado se referían a él como «un hombre íntegro y solvente». También era considerado intrépido, altruista y libre de vicios. Además, su intensa trayectoria política lo avalaba como alguien idóneo para liderar el «área responsable de las personas sin empleo ni subsidio».

El currículum del joven Salzmann era tan extenso ya entonces que Erich Hackl dedica algo más de media página a detallarlo. Entre otras cosas, Salzmann era jefe de organización del KPD —Partido Comunista Alemán—, redactor del periódico local o presidente del comité de empresa de una compañía típicamente industrial. La suya era una figura apreciada y políticamente relevante; había empezado como obrero adolescente y, en unos pocos años, se había transformado en un líder comunitario, en un referente político.

Por su parte, Juliana procedía de Stainz, un pequeño pueblo austriaco, y era la penúltima de 13 hermanos. Como la de Salzmann, su familia era muy humilde: cuatro de sus hermanos murieron de «una enfermedad llamada pobreza» y ella se fue de casa a los 20 años para no ser una carga económica. Salió a los caminos, vivió donde pudo y se ganó la vida como mejor supo, en general, fregando suelos. Así, llegó hasta Kreuznach y conoció al edil Salzmann, ese tipo que tanto compromiso demostraba con los de su clase social.

Como toda pareja, Juliana y Hugo debieron de soñar que iban a ser felices, aun con turbulencias políticas que vivía el país. Sin embargo, el ascenso de los nazis al poder implicó la persecución de todos los cuadros principales del KPD, también la de aquellos que tenían buena reputación en su pequeña comunidad. De hecho, tras el incendio del Reichstag (1933), los nazis pusieron precio a la cabeza de Salzmann —800 marcos, si no recuerdo mal— y Christian Kapel, miembro de la SA, dejó dicho lo siguiente: «Para ese ya tenemos la bala preparada». Por tanto, a los Salzmann no les quedó más remedio que huir. Hugo tenía entonces 30 años, Juliana rondaba los 26 y el niño había nacido hacía unos meses.

De la clandestinidad al campo de concentración

Al igual que tantos otros compatriotas, la familia Salzmann se exilió primero al Sarre y luego a París. Y eso, a ojos de una austriaca como Juliana, no dejaba de ser paradójico cuando le escribía a su familia para explicarle por qué habían tenido que huir de Alemania:
No  tenemos la mala suerte de ser considerados judíos o semijudíos. No, mi marido es un ario puro, según los conceptos de la Alemania de hoy. Aun así terminamos [exiliados] en París. A pesar de ser arios.
Lejos de ser bien recibidos por Francia, se vieron obligados a vivir en la clandestinidad, puesto que el Gobierno francés negaba sistemáticamente el estatus de «refugiados políticos» a los alemanes. Unos refugiados que, por cierto, coincidieron allí con refugiados de otros países: los españoles que huían de la Guerra Civil y los italianos que huían de Mussolini. Ni unos ni otros —como los sirios, iraquíes o afganos de hoy— encontraron facilidades para establecerse en el país galo: les retiraban la tarjeta de identidad, los detenían, los expulsaban. Juliana dejó constancia de todo ello en las cartas que envió a su familia austriaca: 
También aquí, en Francia, los extranjeros lo pasan mal, porque Hugo no puede trabajar a pesar de tener un buen oficio.
La situación duró al menos tres años, hasta que el Frente Nacional llegó al poder. Con todo, ni así mejoraron demasiado las cosas: al poco estalló la drôle de guerre ('guerra de broma') y muchos alemanes fueron detenidos y deportados por la policía francesa, entre ellos Hugo y Juliana. Sin embargo, antes de que eso sucediese, estos lograron poner a salvo al pequeño Hugo: una hermana de Juliana aceptó cuidarlo y la Cruz Roja se lo llevó hasta Stainz, el pueblo de donde había salido la madre y donde vivía su hermana.

Poco después, Hugo y Juliana fueron entregados a las autoridades nazis, quienes lo encerraron a él en la prisión de Butzbach y a ella, en el campo de concentración de Ravensbrück. A partir de entonces, el foco narrativo se desplaza hacia el pequeño Hugo y su infancia en Stainz. Con los dos adultos encarcelados, Hackl aprovecha para saltar de generación y avanzar en la genealogía familiar.

El militante que no sabía querer a su hijo

La infancia de Hugo júnior en Stainz fue muy dura. Por un lado, estuvo marcada por la ausencia de sus padres, quienes le escribían regularmente cartas desde sus respectivos campos de concentración. Por otro, no fue bien recibido en el pueblo de su madre: quienes no lo percibían como un extranjero —hablaba casi mejor francés que alemán— lo veían como un elemento potencialmente peligroso o perturbador. En otras palabras: preferían verlo como el hijo de unos comunistas antes que como el sobrino de su vecina Ernestine, pese a que esta tuviera a su marido peleando en el frente en favor de los nazis. Faltó poco, de hecho, para que Ernestine perdiera su trabajo por culpa de cuidar del niño.

En ese contexto sucedió la primera orfandad de Hugo júnior: entre carta y carta, su madre enfermó y murió de tifus exantemático. La segunda orfandad le llegó cuando terminó la guerra, y fue aún más dolorosa si cabe que la otra. Después de que liberasen a su padre de Butzbach, este tomó una decisión que marcará la vida de ambos para siempre: eligió retomar su militancia y su trabajo político antes que ir a buscar a su hijo a Austria. Es más: rehizo su vida en Alemania con otra mujer, tuvo otros hijos y hasta 1948 no consideró oportuno reencontrarse con Hugo júnior, cuando este ya era un adolescente, cuando ya era demasiado tarde.

Asoma así, con toda crudeza, el lado vacío del corazón de Hugo Salzmann. Y con ello uno de los planos de lecturas más potentes —y mi favorito— del libro: el militante ejemplar que ayudaba a buscar trabajo a otras personas, que perseguía criminales de guerra o recordaba con emocionado orgullo a quienes habían muerto en los campos de concentración fue, sin embargo, un padre desastroso (al menos con su primer hijo). De hecho, nunca hizo gran cosa por integrar a Hugo en la nueva familia. Tampoco por que se sintiera querido. Su analfabetismo emocional es, nunca mejor dicho, descorazonador.

Y, sobre todo, inesperado para el lector, quien ve cómo una típica historia de perseguidos políticos vira de manera repentina hacia una reflexión sobre la paternidad y los afectos. Si la vida de Hugo júnior había sido difícil hasta la fecha aún empeorará más después de que su padre se haga cargo de él: la madrastra «consideraba que no le incumbía ocuparse de él» y el chaval sentía que cualquier persona era más importante para su padre que él. Es más: «... se sentía un mero habitante de la casa, vinculado a su padre por una historia tan remota en el tiempo que no daba pie a ninguna unión nueva».

El propio Hackl así lo menciona en esta entrevista:
El «lado vacío» es la incapacidad de compaginar el compromiso político con el amor. Mucha gente que tiene un alto compromiso humanitario con los demás, con la sociedad, se olvida, sin embargo, de su propia familia. Se ve, por ejemplo, en la relación de Hugo Salzmann con su hijo, el padre de Hanno. Ese «lado vacío» también se podría interpretar como la ausencia de la madre, muerta en Ravensbrück [...]

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